sábado, 17 de diciembre de 2016

El Juego...

EL JUEGO


Por Carlos G. De Marcos




            Había estado mucho tiempo perfeccionando su juego con cucarachas y otros insectos. Pequeños objetivos fáciles de dominar. De pequeño, su madre le había enseñado a hipnotizar pollos dibujando una raya en el suelo o dormir gallinas. Esto sería pan comido.

          Trazó un círculo invisible en el alfeizar de la ventana con la yema de sus dedos; luego tamborileó estos sutilmente sobre la superficie de cemento. Lo hizo un par de veces, y entonces el incauto pajarillo, mirlo o gorrión, que observaba con curiosidad la maniobra  se introdujo dentro del círculo imaginario.

          El pobre ave, por más que se debatía, agitaba las alas, piaba o picoteaba furioso la barrera hipotética, era incapaz de escapar. Luego, el hombre volvió a repicar con sus dedos el alfeizar, como si estuviera buscando una nota perdida en un piano, con delicadeza, otras dos veces y el pajarillo cayó muerto de inmediato.

       Una vez terminado el juego, el hombre empujó el pequeño cadáver emplumado con los mismos dedos que le habían dado muerte y éste cayó abajo, al patio del presidio; luego se giró y miró a su compañero de celda, dormido en la litera de arriba y se preguntó para sus adentros y se  sonrió entre dientes con una mueca bellaca.

lunes, 28 de abril de 2014

EL EVANGELIO SEGÚN MACONSHO


Por
Tony Fuentes



Un asesino múltiple sale de prisión tras haber cumplido su condena. Justo en el momento en que se cierra la verja, centenares de periodistas aparecen de la nada. Que es lo mismo que decir que tenemos periodistas asomándose por encima de los arbustos. Periodistas descolgándose de las copas de los árboles. Periodistas emergiendo de alcantarillas. Periodistas saltando de vehículos en marcha y rodando por el asfalto. Incluso podemos divisar a un periodista que desciende agarrado heroicamente a la escalerilla de un helicóptero.
“¿QUÉ VAS A HACER AHORA QUE ERES LIBRE AL FIN?”, interrogan los periodistas al unísono. “¡RESPÓNDENOS, OH, BESTIA INMUNDA!”
“Enseguida lo sabréis”, responde enigmáticamente el asesino múltiple.
Y se va.
Tras escasos minutos de caminata por una solitaria carretera, el asesino múltiple se encuentra con tres hombres en el arcén. Tres hombres calvos que están fingiendo revisar un coche que finge estar averiado. Con los brazos en jarras y una expresión de concentración inverosímil en sus rostros. Como si en lugar de un coche fuese un problema metafísico. El sexto sentido del asesino múltiple, inherente a su naturaleza esencialmente inhumana, le informa de que los tres calvos son en realidad asesinos múltiples. Como él, pero sin pelo.
El asesino múltiple sonríe con mezquindad calculada.
“Perdonen”, dice dirigiéndose a los calvos. “¿Han tenido ustedes un contratiempo mecánico o, por el contrario, son asesinos múltiples recién puestos en libertad que planeaban saltar sobre mí y descuartizarme?”
Los tres calvos miran fijamente al asesino múltiple.
“Lo segundo no es lo contrario de lo primero”, dice uno de ellos. “Quiero decir, ha establecido usted una oposición falaz…”
“¿Significa eso entonces que son ustedes asesinos múltiples?”, pregunta el asesino múltiple haciendo gala de sus buenos reflejos.
Los tres calvos quedan en silencio. Uno de ellos suspira. Después suspira otro. El tercero no suspira ni hace ruido alguno; sólo tras unos segundos de tensa aclimatación, se atreve a preguntar con expresión temerosa:
“¿Es usted psicólogo?”
“No”, dice el asesino múltiple, y procede a presentarse. “Yo también soy un asesino múltiple”, dice. “A mí también acaban de soltarme.” Los cuatro asesinos múltiples celebran el encuentro y, casi instantáneamente, forman una asociación. Una asociación asesina y múltiple…
“Para ser sinceros, yo también soy violador”, dice uno de los calvos. “Es más: para mí, lo del asesinato es algo simplemente eventual. Aunque, bueno, ya sé que os importa un huevo…”
Los demás asesinos múltiples no contestan. No sabrían que contestar; no entienden de violaciones. El asesino múltiple original señala un pueblo que se ve desde la carretera.
“Vayamos allí”, dice. “Y matemos.”

Inserto: «BIENVENIDOS A MACONSHO»

En la entrada del pueblo se cruzan con un viejo que conduce un tractor. Al avistarlos, el viejo salta del tractor en marcha y rueda aparatosamente por el camino de tierra durante varios minutos. Los asesinos múltiples se detienen y aguardan a que algo ocurra, revolviéndose con inquietud en una tierra de nadie a medio camino entre la impaciencia y la indignación. El anciano se levanta al fin y, sacudiéndose el polvo de su peto de mezclilla, dice con acento apenas inteligible:
“¿Quiénes sois y qué hacéis en mi pueblo, hijos de una maldita puta?”
“Hemos venido a matar”, dice el asesino múltiple original. “Es lo que hacemos. Igual que los lémures, los narvales y las pulgas playeras, somos esclavos de nuestra naturaleza.”
“Es gracioso que digas eso, desconocido de mierda”, replica el viejo. “Pero ahora os ordeno que os marchéis. Este pueblo no puede acoger a más personas, asesinas o no. Ya tenemos nuestros propios problemas. De hecho, tenemos todos los problemas del…”
La perorata glosolálica del viejo se ve abruptamente interrumpida cuando un perro de presa salido de la nada le atraviesa el tronco usando su propia cabeza como proyectil; las fauces ensangrentadas brotan del pecho pellejudo y desgarrado en una escena de resonancias octavopasajerescas.
Los asesinos múltiples huyen horrorizados.
Se esconden en un bar. Agazapados junto al ventanal, ven pasar de largo a la jauría de perros de presa sedientos de sangre. Cuando consideran que el peligro ha remitido, el asesino múltiple original va a la barra y pide cuatro consumiciones.
“¿Con o sin burundanga?”, pregunta el camarero.
Con.”
Los cuatro asesinos múltiples ocupan una mesa y consumen sus bebidas en silencio. Con los rostros parcialmente cubiertos por sombras. Intercambiando cada pocos segundos esas clásicas miradas conspiradoras que caracterizan a los asesinos múltiples recién liberados. De repente, alguien llama su atención.
“Eh. Vosotros.”
Los asesinos múltiples se vuelven hacia la mesa de al lado. Sentados a ella hay dos hombres muy blancos, muy rubios y vestidos con bañadores, chanclas con calcetines incorporados y camisetas interiores de tirantes.
“Hemos oído lo que decíais…”, dice uno de los extraños humanoides.
“No estábamos diciendo nada.”, dice el asesino múltiple original.
“Da igual”, replica el lechoso individuo haciendo un ademán exasperado. “Somos criminales, igual que vosotros. Nuestro sexto sentido inhumano nos permite reconocer telepáticamente a nuestros semejantes. Somos moldavos.”
“¿Moldavos?”
La criatura nívea asiente con la cabeza; sus ojos azules son los ojos de la muerte.
“Asaltadores de chalés”, aclara.
Se produce un gran suspiro colectivo de entendimiento. Los cuatro asesinos múltiples y los dos moldavos juntan mesas y discuten acerca de nuevos horizontes de futuro. Acuerdan formar una asociación aún mayor. Una asociación asesino-asaltadora y múltiple...
Después de camuflar en sus sillas varias jeringuillas infectadas con el VIH, los seis salen del bar ciegos de vermú y burundanga y se dirigen al chalé más cercano. Antes de empezar a escalar los muros, el líder moldavo los detiene y los alecciona:
“Recordad: sobre todo, coged tantos perros de presa como podáis.”
Los asesinos múltiples y el otro moldavo asienten en silencio y con expresión comprometida. El líder moldavo asiente también.
“Adelante, hijos de un dios menor.”
Los seis hombres saltan el muro.
“¿Qué cojones es esta puta mierda?”, chilla el ama de llaves dominicana cuando ve a los seis hombres con los rostros cubiertos con pasamontañas irrumpir en el salón haciendo aspavientos, soltando gritos animales, destrozando piezas del mobiliario innecesariamente.
“¡Cállate y no te pasará nada!”, le grita uno de los asesinos múltiples calvos, su alopecia ahora cubierta decorosamente por el pasamontañas. “¡Al menos, hasta que llegue la parte de la violación y el asesinato!”
Sobreviene una discusión. Gritos en español, en moldavo, en idiomas inventados sobre la marcha. De repente alguien impone silencio sutilmente mediante un siseo prolongado. Los hombres y la dominicana se vuelven hacia el lugar del que ha venido el siseo y se encuentran con un anciano sentado enfrente de la enorme televisión del salón. El anciano lleva batín aristocrático y fuma en pipa. La luz de la televisión se refleja en su rostro añadiéndole una cualidad semialienígena. El anciano señala con la pipa en dirección a la televisión y dice:
“Echad un vistazo, maricones.”
Sintiéndose irremisible y estúpidamente embelesados, los seis hombres giran sus pasamontañas hacia la televisión. La hora del informativo. El presentador es un muñeco de mimbre de tamaño natural. Lleva una corbata de mimbre y un sombrero de mimbre. También lleva gafas de lectura, aunque no es posible entender por qué ya que no tiene ojos. Imitando a la perfección la voz de Matías Prats hijo, el muñeco de mimbre anuncia:
“La Oleada de Gripe Increíblemente Virulenta llegará a nuestro país en cinco, cuatro, tres, dos, uno…”
El anciano aristocrático, el ama de llaves dominicana y casi todos los hombres enmascarados empiezan a estornudar y toser al instante. Sólo el asesino múltiple original se siente razonablemente saludable, así que descuelga una ballesta de la pared y empieza a dispararla contra todo y todos, introduciendo un interludio gratuitamente gore en la narración. Después va sacando los cadáveres al jardín y los amontona unos sobre otros. Regresa al salón y se sienta en el suelo, enfrente de la televisión. Ve el noticiario de la Primera. Ve el noticiario de la Dos. Ve el noticiario de la autonómica. Ve el noticiario de Antena 3. Ve el noticiario de Tele 5. Ve el noticiario de Cuatro. Ve el noticiario de la Sexta. Ve el noticiario de la MTV.
Se levanta.
Se va.
Se pone a considerar la posibilidad de secuestrar un autobús, pero la falta de componentes homicidas de la idea hace que no se sienta capaz de llevarla a cabo, por lo que decide joderse y esperar el autobús como todos los demás. Cuando el autobús llega por fin, sube a bordo y se dirige al conductor de forma amenazante.
“¡Al aeropuerto, maldita sea!”
“Esto no es un taxi”, repone el conductor, impasible. Y, señalando un papel descolorido pegado en su ventanilla: “Mi hoja de ruta indica claramente que tengo una serie de destinos prefijados.”
“De acuerdo”, admite el asesino múltiple original. “¿Es el aeropuerto uno de esos destinos?”
“Sí.”
“Ok.”
El asesino múltiple original se sienta delante de dos homosexuales acaramelados; no necesita esforzarse para escuchar cómo uno de ellos le dice al otro:
“¿Sabes, Mario? Estoy deseando que nos casemos para dar comienzo a nuestro plan de homosexualizar a la sociedad.”
“Yo también, Julio”, responde el otro homosexual. “Sólo espero que tengamos suerte y nos permitan adoptar a un bebé sano para joderle la cabeza a nuestro antojo.”
El asesino múltiple original cae en un plácido sopor.
Un par de paradas antes de llegar al aeropuerto el autobús se detiene de improviso. Las puertas se abren y una banda de ultraderechistas irrumpe al grito de “¡Los autobuses para los españoles!” El público los abuchea. Los ultraderechistas inician una batalla de tartas de crema. Cunde el desconcierto. El asesino múltiple original se despierta y, sin entender, baja del autobús y echa a correr campo a través, hacia el aeropuerto. Por el camino se cruza con una mujer; aunque ni siquiera se rozan, en el momento en que uno pasa junto al otro la mujer da un salto mortal hacia un lado, hace varios tirabuzones en el aire, y se estrella contra el suelo fracturándose unos cuantos huesos. Después se levanta y echa a correr hacia el juzgado más próximo, donde interpone una denuncia contra el asesino múltiple original por violencia doméstica telequinésica. 
Al llegar al aeropuerto, el asesino múltiple original se encuentra con que un hombre de mediana edad vestido de botones le está esperando.
“Tome”, dice el botones tendiéndole un sobre. “Es la sentencia de una denuncia por maltrato.”
El asesino múltiple original abre el sobre. Lee la sentencia. Lee el nombre de la denunciante.
“Yo no conozco a esta mujer”, dice.
El botones se encoge de hombros.
“El orden y la conexión de las ideas es lo mismo que el orden y la conexión de las cosas”, dice con una sonrisa coqueta.
“El orden…”, empieza a decir el asesino múltiple original, pero el botones detona una bomba de humo y desaparece en medio de un chillido de delfín.
El asesino múltiple original da una palmada, hace un paso de claqué y sigue corriendo hacia la terminal.
La megafonía del aeropuerto anuncia que hay huelga de controladores aéreos. El público grita. La megafonía del aeropuerto anuncia el sueldo medio de los controladores aéreos. El público empieza a hablar en lenguas muertas. La megafonía del aeropuerto anuncia que el noventa por cien de los controladores aéreos acaban de ser ejecutados sumariamente y que el resto han sido sustituidos por aves exóticas traídas del Nepal. El público empieza a levitar y a desdoblarse astralmente y a experimentar otro tipo de episodios incompatibles con las leyes naturales.
“¡Escuchadme!”, dice el asesino múltiple original, rodeado por un grupo de pasajeros que están vomitando clavos, taladradoras y otros artículos de ferretería en medio de un gran fervor secular. “¡Cojamos esos aviones nosotros mismos!”
Gran Rugido Aprobatorio.
Los pasajeros invaden las pistas de aterrizaje. El ejército está esperándolos con las armas a punto, pero justo antes de abrir fuego a discreción el oficial al mando recibe un teletipo de la agencia Efe:
“La Ciencia acaba de demostrar que es perfectamente posible que una horda de civiles sin conocimientos específicos tomen una flota de aviones comerciales y los despeguen, piloten y aterricen sin el menor percance.”
Muecas de asombro admirado entre el personal militar. Encogimiento castrense de hombros...
Los pasajeros empiezan a secuestrar aviones. La mayoría de ellos se estrellan incluso antes de haber despegado. Uno de los aviones explota sin que nadie lo haya abordado. Otro despega sin que nadie lo esté tripulando.
“El orden y la conexión de las ideas…”, murmura febril el asesino múltiple original, y su avión se despega del suelo.
Un par de minutos más tarde, el avión está zarandeándose peligrosamente, atrapado en una tormenta de aerolitos.
“¡Tiene que hacer algo!”, grita una escultural mujer en top less que acaba de irrumpir en la cabina. “¡Nuestras vidas dependen de usted!”
Aunque el asesino múltiple original intuye que hay algo intrínsicamente equivocado en lo último que la mujer le ha dicho, termina accediendo a regañadientes e intenta establecer contacto con la torre de control.
“¿Torre de control, me escuchan?”
Silencio.
“¿Me escuchan, torre de control?”
Graznidos de aves exóticas.
“Torre de control, por lo que más quieran…”
Estática. El aullido triste y solitario de un perro de presa.
El avión se estrella.
Las ambulancias de los servicios de salud privada llegan treinta segundos después del accidente; las de la salud pública no llegan nunca. Sin embargo, los hospitales de la salud privada están llenos, así que las ambulancias vomitan a los supervivientes frente a un vertedero en cuya entrada hay un cartel de madera en el que alguien ha escrito: «OSPITAL PÚVLICO».
Las ambulancias salen quemando ruedas.
“El orden y la conexión de las cosas…”, masculla el asesino múltiple original tirado en el suelo, bañado en sangre y excrementos de la cabeza a los pies.
Dos doctores con aspecto de figurantes de Mad Max salen del vertedero y cargan el cuerpo del asesino múltiple original sobre el lomo de un burro.
“Espero que podamos salvarlo”, dice uno de los doctores. “Ya sabes que desde el Efecto 2000, nuestro equipos nunca llegaron a recuperarse completamente…”
El asesino múltiple original es trasladado graciosamente al único quirófano libre: un cráter misilístico con varias tumbonas de piscina. A través de un ojo entreabierto, observa el material quirúrgico con el que va a ser operado: una revista Pronto, dos matamoscas y un exprimidor de naranjas.
En medio del delirio producido por el dolor y la desesperación, el asesino múltiple original empieza a distinguir una esfera de luz flotando por encima de su cuerpo. Y dentro de la esfera, el rostro del que identifica rápidamente como Baruch Spinoza, el famoso filósofo racionalista holandés.
“¿Qué va a pasarme, Baruch?”, gimotea el asesino múltiple original. “¿Voy a morir?”
“Sí”, dice Spinoza. Y luego: “Ya sabes que el orden y la conexión de las cosas, blablabla...
Y desaparece en medio de un chillido de delfín.
El asesino múltiple original sufre un estremecimiento al intuir lo inefable. La revista Pronto empieza a emitir pitidos cada vez más urgentes.
“Lo estamos perdiendo, ¡joder, vamos a tener que empezar de nuevo!…”
Los aguerridos doctores forcejean con el cuerpo agonizante, los matamoscas haciendo ruiditos eminentemente masturbatorios, el exprimidor de naranja soltando generosos chorros de zumo. A lo lejos, los gritos de los ultraderechistas: ¡Los hospitales públicos disfrazados de vertederos, para los españoles! El pitido de la revista Pronto se interrumpe por una fracción de segundo, y entonces…
“Oh, no.”
Fin del episodio. ¿Conclusiones? Alma evacuada. Desánimo profesional. Frialdad catedralicia. Zumo de naranja de la mejor calidad y recién servido, ahora hasta con un cinco por ciento más de zumo. Simulacros dentro de un simulacro. ¿Maconsho? McCombs-Shaw.

Un asesino múltiple sale de prisión tras haber cumplido su condena…

domingo, 20 de abril de 2014

LOS VECINOS DE PLÁSTICO



Por
Tony Fuentes


Mis vecinos de arriba eran una familia de maniquíes. Y no hablo en sentido figurado, como si pretendiese decir que eran humanos pero sosos, o algo así. No, nada de eso.
Eran, sencillamente, una familia de putos maniquíes.
Eran cuatro: el padre, la madre y los dos hijos. Niño y niña. O eso parecían, al menos. El niño siempre con su trajecito azul, la niña siempre con su vestidito rosa. Los dos siempre con esas expresiones estáticas, vacías. Como papá y mamá.
Espeluznantes.
Nos cayeron mal desde el primer día. En cuanto les vimos aparecer con las cajas de la mudanza. Y no sólo nos cayeron mal a mi familia y a mí; el resto de mis vecinos opinaba igual. No los tragábamos. Era superior a nuestras fuerzas. Aunque lo cierto es que los pobres engendros no hacían nada para caernos mal. Todo lo contrario, en realidad. Aunque por lo visto no podían hablar, siempre nos saludaban con sus manitas de plástico cuando nos encontrábamos en el ascensor. Asistían a todas las reuniones de vecinos. Sacaban la basura a las horas debidas y jamás ponían música a horas intempestivas. Y aun así, había algo en ellos que hacía que los odiáramos más y más. No sé qué era: tal vez la textura de su piel, tan brillante y lisa. O la inexpresividad de sus ojos vacíos. El hecho de que se esforzaran tanto por parecer de los nuestros cuando estaba más que claro que no podrían serlo nunca.
Fuera como fuese, el caso es que los demás vecinos terminamos por estar hartos de ellos. Del angst que nos producían. Era una sensación pesada y horrible, y teníamos que sacudírnosla de encima cuanto antes.
Pero, ¿qué podíamos hacer? La conducta de nuestros vecinos maniquíes era intachable, así que no podíamos avisar a la policía. Tampoco podíamos echarlos sin más. Sólo nos quedaba una salida: irrumpir en su casa por la fuerza y matarlos.
Así lo hicimos. Esperamos a que anocheciese y tiramos su puerta abajo. Llevábamos antorchas y cuchillos y las caras cubiertas con pasamontañas. Nos encontramos a la madre y a los dos niños en el salón. Estaban cenando. Por lo visto, el padre todavía estaba en el trabajo, lo cual resultó un contratiempo considerable. Pero qué le íbamos a hacer: no podíamos sentarnos a esperar, así que decidimos ir matando a los demás. Los tiramos de las sillas, los sujetamos contra el suelo y les cortamos la cabeza a cuchilladas. Costó un poco. Cuando los tres estaban decapitados, todavía seguían haciendo gestos con las manos. Un vecino que tenía una hija sordomuda ejerció de intérprete. Nos tradujo: “POR LO QUE MÁS QUERÁIS, NO NOS HAGÁIS DAÑO”. Nosotros nos reímos, aunque en realidad no teníamos ganas.
El padre llegó media hora más tarde o así. Venía un poco borracho, el muy golfo, y oliendo a perfume de mujer. Aprovechamos su ebriedad para derribarlo a patadas. Como no queríamos presenciar otra escena escalofriante como la de su familia haciendo gestos de sordomudo con las cabezas separadas de los cuerpos, a él lo quemamos directamente. Después quemamos los cuerpos de su mujer y de sus hijos. Los cuatro se encogieron hasta convertirse en pelotas de plástico ardiente. Saltamos sobre los restos para extinguir las llamas, pero se extendieron por los muebles. La casa se llenó de un humo negro y nauseabundo. Salimos corriendo.
La policía llegó una hora más tarde, junto con los bomberos. Algún vecino de otro edificio debió de haber visto el humo. Dos agentes entraron en el piso de los maniquíes cuando los bomberos hubieron despejado la zona. Nosotros esperábamos en el rellano, todos los vecinos en bata y zapatillas. “No hay nadie”, oímos decir a uno de los policías. El otro agente, un tipo mostachudo y corpulento, se asomó al exterior. Llevaba uno de los pedazos de plástico derretido en la mano. Un pedacito ennegrecido e informe que miraba con extrañeza. Nos preguntó si sabíamos quién vivía en ese piso.
Nosotros nos encogimos de hombros. 


lunes, 22 de julio de 2013

ILLI HAEC



por 
Francisco Jota-Pérez


El pantocrátor que da la bienvenida a los visitantes al parque de atracciones irradia un verde fosfórico cuando recibe y refleja el brillo del incendio desatado en el recinto, como si la salvación ya fuese imposible de puertas adentro e incluso toda bendición, todo gesto redentor, hubiese quedado impregnado de amenaza en tonos impostados, de los vivos colores falsos de la credulidad suspendida a cambio del precio de la entrada.


Un exoesqueleto de combate modelo PJ-1979 cruza los torniquetes en sentido contrario a los que tratan de huir de las llamas, los que tosen y se asfixian entre urgentes bocanadas de pánico y oh, me cago en Dios, esto no puede estar pasando, no puede estar pasándome a mí, no hoy. La rara majestuosidad deforme y robótica del exoesqueleto les hace frenar en seco; algunos reculan con torpes zancadas marcha atrás, entorpeciendo el desbocado avance de la turbamulta, provocando un tapón de cuerpos y angustia. Tarde. El piloto del exoesqueleto alza los brazos, y los cañones de riel gemelos en sus puños disparan sobre la muchedumbre una nube de proyectiles de tungsteno de nueve milímetros a tres mil quinientos metros por segundo. Es una masacre rapidísima. En el visor del exoesqueleto, un tartare de píxeles rojo músculo y negro humo de plástico chamuscado hipnotiza al piloto con un calidoscopio de daños colaterales.


Se abre una ventana de silencio al tiempo que el exoesqueleto se detiene y se arrodilla en posición de reposo.


La cabeza de la máquina de guerra se despresuriza y despliega como la cúpula de un observatorio astronómico. El piloto olisquea el aire cobrizo fruto del incendio y la matanza, y sonríe… si acaso se le puede llamar sonrisa a esa mueca en su rostro cetrino, apenas piel y barba de tres días sobre una calavera cascada en más de una docena de puntos.
            —Bien —dice, para que conste en el acta levantada por la caja negra del aparato—, bien, bien. Esto ya se ha convertido en algo más allá de la experiencia simulada definitiva. Muy buenos efectos especiales. El fuego. Las balas. Puro espectáculo de consumo masivo para el siglo veintiuno. Ahora, sólo queda esperar el movimiento del adversario.
             Otea a la media distancia del parque de atracciones ardiendo frente a él. El sistema de soporte vital le inyecta dos miligramos de alprazolam. 


En algún lugar abstracto, que bien podría ser un paisaje cámbrico virtual donde los parásitos de estática en la megafonía del parque medran y evolucionan hacia un destino de virus informático y luego inteligencia artificial de pleno derecho, bien resultar sólo una coordenada en el desarreglo emocional, apenas corregido por los ansiolíticos, del piloto del exoesqueleto, sea cual sea este lugar, aquí cierta Voz de la Conciencia carraspea para llamar la atención.
            —Contonéese usted hasta el objetivo —ordena—. Deténgase. Bájese las bragas. Sepárese los labios para que el objetivo pueda verle bien el orificio por el que suspira. Acaríciese el clítoris. Avance. Empuje suavemente al objetivo hasta que éste acceda a tumbarse. Siéntese a horcajadas sobre él. Ascienda. Móntese en su cara. Restriéguese contra su boca y su nariz. Use su cara como instrumento de masturbación. Dificúltele la respiración al objetivo, si es menester.
            La mujer, una Miss de la Diáspora que sólo existe en la imaginación de quien está leyendo estas líneas, obedece con gracilidad robótica. Sin embargo, el objetivo al que se refiere la Voz no es presa fácil; materializa de debajo de la almohada un pequeño destornillador de cabeza de estrella y, cuando la mujer posa una mano en su hombro para invitarle a echarse sobre la sábana de seda turquesa, él se hace a un lado, la agarra por la muñeca, le retuerce el brazo tras la espalda y, con un golpe seco y preciso, le introduce el destornillador en el oído. Hondo. Hasta la empuñadura.   


Plan B. La Voz de la Conciencia analiza el fiasco previo en una décima de segundo y urde un escenario alternativo, aprovechando su natural superioridad táctica en entornos de simulación pura.
            —Dirija al objetivo una mirada fortuita, enrojecida. Derrame exactamente seis lágrimas —dicta—. Apele a la compasión del objetivo usando sólo lenguaje no verbal. Ahora, hable. Diga: “señor, señor, ya sabe cómo andan de revueltos los tiempos, señor, déme algo para que mis padres puedan comer, señor”. Tiña cada palabra con el acento propio del espectro más miserable de la Diáspora. Acérquese al objetivo. El contacto físico es importante, pero no lo fuerce; no queremos sustituir compasión por asco. No tan pronto.
            La mujer tiende una mano mendicante al objetivo. Parece que las defensas del hombre ceden, pero cuando va a palmearse el bolsillo trasero de los pantalones para evaluar el grosor de su cartera, comprueba que sus brazos son diez veces más fuertes de lo esperado y están recubiertos de aleación ligera y blindaje, sus puños son cañones en miniatura conectados mediante sendas cintas transportadoras revestidas de kevlar al cajón de munición atornillado a las placas y los servomotores que le cubren la espalda. El objetivo se desplaza sobre zancos todo terreno resistentes a las minas terrestres; su cuerpo está embutido en una gruesa y larga placa torácica capaz de absorber el impacto directo de un obús. Es un superhombre.


Según el protocolo de emergencia sináptica, el casco del exoesqueleto vuelve a cerrarse entorno a la cabeza del piloto. En el visor no hay Miss de la Diáspora alguna. En sus auriculares no suena la Voz de la Conciencia.


El parque de atracciones estalla en una salva de aplausos mientras el exoesqueleto se pone en movimiento de nuevo. De las huellas de su peso en el hormigón brotan vides que se enroscan en los miembros cercenados de las familias aniquiladas, de los turistas y los niños y los jubilados, clavando los sarmientos en los cadáveres. ¿Qué vino producirán sus uvas, dulces y sangrientas? ¿Cómo bautizarán a este viñedo de raíces hundidas en ceniza, cuando los anclajes del último carrusel cedan a la corrosión, cuando la montaña rusa sólo sirva para dar sombra de titán fósil durante las tardes de vendimia?
            Al descorchar la primera botella de la primera cosecha de ese viñedo, la Voz de la Conciencia se nos aparecerá como un genio disneyano y, caramba, durante esa cata a ciegas aprenderemos (aunque sólo sea por intuición, escurriéndosenos la tesis entre los espacios interdentales y formando bolsas microcósmicas de gas en el epitelio de la mucosa del paladar… Buqué, lo llamaremos, por ejemplo…) que la suspensión de credulidad que proporciona el parque tiene la misma justificación antropológica que la pornografía y la caridad, es el mismo gatillo de impersonalidad contra la extinción de la persona por distancia o estancamiento de sentimientos primarios; aprenderemos cómo salir de nosotros mismos nos vuelve nosotros mismos; aprenderemos a amar a los frenos automáticos y, mira, la adrenalina y el deseo están acariciando a un gato de Chesire en la oscuridad de la mazmorra de un castillo de cartón piedra. Plan C.


El parque de atracciones es la flora en el lecho oceánico poco profundo de la idea de ti. El parque de atracciones es un diorama. El exoesqueleto de combate, un juguete en manos de un niño con un subidón de azúcar y que no se conforma con el entretenimiento dado y por eso fuerza sus límites. La Miss de la Diáspora es un autómata de palabras y la Voz de la Conciencia es la voz del narrador. Mi voz. Prendiendo fuego al diorama, tal que así.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Pretty Pet


Pretty Pet

por Colectivo juan de madre

       
       Hace apenas un mes se inauguró la primera Pretty Pet en Europa. Hasta ahora, la célebre cadena de tiendas limitaba su presencia comercial a los continentes asiáticos y africanos. Hong Kong, Moscú, Abu Dhabi, Ciudad del Cabo o Bangkok son algunas de las ciudades donde ya triunfan, entre los más adinerados del lugar, los servicios ofrecidos por Pretty Pet.
Aquí, el establecimiento se localiza en el número 234 de la calle Aragón. Ocupa un local de 185 m2, donde antes se encontraba una reputada galería de arte. En el escaparate, hasta el momento, solo muestran algunos complementos, como collares de cuero y diamantes, correas, comederos, champús desparasitadores o extravagantes chubasqueros. El transeúnte curioso debe entrar a la tienda para conocer el verdadero motivo de este establecimiento.
En vitrinas acristaladas e individuales, de apenas dos metros cuadrados, tumbados sobre cemento recubierto de poca paja, se exhiben las dos docenas de graves disminuidos psíquicos y mentales que están a la venta. A un joven moreno le faltan las dos piernas y la oreja derecha; una muchacha desnuda, con chichonera, babea, se masturba, y golpea el vidrio con la cabeza; un anciano sordo, mudo y ciego se saca los mocos secos de la nariz y los pega en la pared; por citar tres ejemplos.
Todos ellos, como decimos, se encuentran a la venta; o “en préstamo de cuidado perpetuo” como refiere el contrato que firmará el cliente interesado. Así, el comprador pagará una cuota mensual a Pretty Pet, convirtiéndose en usufructuario del disminuido.
En las ciudades donde el negocio ya lleva algún año funcionando, ha resultado del todo exitoso. Por las aceras de Ciudad del Cabo no es extraño cruzarse con señoras recogiendo las heces que su síndrome de Williams va dejando a su paso.

miércoles, 10 de abril de 2013

TROMBO curtido

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por Marco Antonio Raya


El enorme lagarto espera una intromisión real de los párpados nucleares de la Monstruo-niña pus, porque enarbolados e introducidos con la adecuada presteza, salvo mandíbulas, crearían el famoso efecto “paraguas abierto dentro de la casa” y podría ser enviado de vuelta al hogar, tan lejano ahora, tan añorado, reptil, el hogar.

La infección que es los ojos de la pequeña, camina con vaporosas alas extendidas, una lechuza de metros y gasa orgánica de puro remordimiento, significante de sus propios padres que le gritan: tú no puedes, tú no eres hija nuestra, pequeña perra, pero ella va y se entera de la misa la mitad en medio de la kata sagrada del golpe inverosímil. Porque lo ha hecho, como se esperaba, sin saber, sin conectar la cabeza con el plano terrestre. En medio de la proyectada infección que sorprende, aún deseando, al cocodrilo mutado, carne y cerebro alterado genéticamente a su pesar.

Posición de lagarto, pues, que espera el golpe de gracia de la colonia milenaria de bacterias que acometen el torrente de su sangre, en el placer aeróbico de una risa medieval. La niña aún no sabe cómo ha podido alcanzar este punto de la historia, este golpe a su infancia. No lo ve. Sus ojos han sido sacrificados para el arma perfecta de esta mierda de guerra. Una batalla invisible que nadie está viendo, agarrados todos a sus sexos, a sus hijos. A sus miserias. Todos chupando en casa las cabezas de los conejos que desearían triturar.

La Monstruo-niña y el Lagarto terminan destrozándose las bocas. La infección corre a sus pies y los testigos que no son le llamarán a eso la lluvia. Lluvia que se ha de beber. Agua que ha de germinar. Sacrificios inútiles para millones de cerdos que viven en una dimensión paralela, ajenos a esta dinámica de dioses infinitos.


viernes, 5 de abril de 2013

CAPÍTULO QUINTO



Es muy importante, casi diría que se trata de la primera regla, esto de follar con hombres y mujeres que nunca vayan a leer tus libros, máxime teniendo en cuenta que el sesenta y cinco por ciento, aproximadamente, de los títulos recogidos este año por los suplementos culturales de la prensa generalista (fuente: Estudio General de Medios) se ocupa directa o indirectamente de personas que contemplan desde una pose de superioridad [no tanto en términos de Cultura como vagamente morales, entrelazando inextricablemente ambos factores como si en realidad ya lo estuvieran por naturaleza (las buenas personas son aquellas con las que se puede mantener una conversación)], a sus amantes ocasionales.