lunes, 22 de julio de 2013

ILLI HAEC



por 
Francisco Jota-Pérez


El pantocrátor que da la bienvenida a los visitantes al parque de atracciones irradia un verde fosfórico cuando recibe y refleja el brillo del incendio desatado en el recinto, como si la salvación ya fuese imposible de puertas adentro e incluso toda bendición, todo gesto redentor, hubiese quedado impregnado de amenaza en tonos impostados, de los vivos colores falsos de la credulidad suspendida a cambio del precio de la entrada.


Un exoesqueleto de combate modelo PJ-1979 cruza los torniquetes en sentido contrario a los que tratan de huir de las llamas, los que tosen y se asfixian entre urgentes bocanadas de pánico y oh, me cago en Dios, esto no puede estar pasando, no puede estar pasándome a mí, no hoy. La rara majestuosidad deforme y robótica del exoesqueleto les hace frenar en seco; algunos reculan con torpes zancadas marcha atrás, entorpeciendo el desbocado avance de la turbamulta, provocando un tapón de cuerpos y angustia. Tarde. El piloto del exoesqueleto alza los brazos, y los cañones de riel gemelos en sus puños disparan sobre la muchedumbre una nube de proyectiles de tungsteno de nueve milímetros a tres mil quinientos metros por segundo. Es una masacre rapidísima. En el visor del exoesqueleto, un tartare de píxeles rojo músculo y negro humo de plástico chamuscado hipnotiza al piloto con un calidoscopio de daños colaterales.


Se abre una ventana de silencio al tiempo que el exoesqueleto se detiene y se arrodilla en posición de reposo.


La cabeza de la máquina de guerra se despresuriza y despliega como la cúpula de un observatorio astronómico. El piloto olisquea el aire cobrizo fruto del incendio y la matanza, y sonríe… si acaso se le puede llamar sonrisa a esa mueca en su rostro cetrino, apenas piel y barba de tres días sobre una calavera cascada en más de una docena de puntos.
            —Bien —dice, para que conste en el acta levantada por la caja negra del aparato—, bien, bien. Esto ya se ha convertido en algo más allá de la experiencia simulada definitiva. Muy buenos efectos especiales. El fuego. Las balas. Puro espectáculo de consumo masivo para el siglo veintiuno. Ahora, sólo queda esperar el movimiento del adversario.
             Otea a la media distancia del parque de atracciones ardiendo frente a él. El sistema de soporte vital le inyecta dos miligramos de alprazolam. 


En algún lugar abstracto, que bien podría ser un paisaje cámbrico virtual donde los parásitos de estática en la megafonía del parque medran y evolucionan hacia un destino de virus informático y luego inteligencia artificial de pleno derecho, bien resultar sólo una coordenada en el desarreglo emocional, apenas corregido por los ansiolíticos, del piloto del exoesqueleto, sea cual sea este lugar, aquí cierta Voz de la Conciencia carraspea para llamar la atención.
            —Contonéese usted hasta el objetivo —ordena—. Deténgase. Bájese las bragas. Sepárese los labios para que el objetivo pueda verle bien el orificio por el que suspira. Acaríciese el clítoris. Avance. Empuje suavemente al objetivo hasta que éste acceda a tumbarse. Siéntese a horcajadas sobre él. Ascienda. Móntese en su cara. Restriéguese contra su boca y su nariz. Use su cara como instrumento de masturbación. Dificúltele la respiración al objetivo, si es menester.
            La mujer, una Miss de la Diáspora que sólo existe en la imaginación de quien está leyendo estas líneas, obedece con gracilidad robótica. Sin embargo, el objetivo al que se refiere la Voz no es presa fácil; materializa de debajo de la almohada un pequeño destornillador de cabeza de estrella y, cuando la mujer posa una mano en su hombro para invitarle a echarse sobre la sábana de seda turquesa, él se hace a un lado, la agarra por la muñeca, le retuerce el brazo tras la espalda y, con un golpe seco y preciso, le introduce el destornillador en el oído. Hondo. Hasta la empuñadura.   


Plan B. La Voz de la Conciencia analiza el fiasco previo en una décima de segundo y urde un escenario alternativo, aprovechando su natural superioridad táctica en entornos de simulación pura.
            —Dirija al objetivo una mirada fortuita, enrojecida. Derrame exactamente seis lágrimas —dicta—. Apele a la compasión del objetivo usando sólo lenguaje no verbal. Ahora, hable. Diga: “señor, señor, ya sabe cómo andan de revueltos los tiempos, señor, déme algo para que mis padres puedan comer, señor”. Tiña cada palabra con el acento propio del espectro más miserable de la Diáspora. Acérquese al objetivo. El contacto físico es importante, pero no lo fuerce; no queremos sustituir compasión por asco. No tan pronto.
            La mujer tiende una mano mendicante al objetivo. Parece que las defensas del hombre ceden, pero cuando va a palmearse el bolsillo trasero de los pantalones para evaluar el grosor de su cartera, comprueba que sus brazos son diez veces más fuertes de lo esperado y están recubiertos de aleación ligera y blindaje, sus puños son cañones en miniatura conectados mediante sendas cintas transportadoras revestidas de kevlar al cajón de munición atornillado a las placas y los servomotores que le cubren la espalda. El objetivo se desplaza sobre zancos todo terreno resistentes a las minas terrestres; su cuerpo está embutido en una gruesa y larga placa torácica capaz de absorber el impacto directo de un obús. Es un superhombre.


Según el protocolo de emergencia sináptica, el casco del exoesqueleto vuelve a cerrarse entorno a la cabeza del piloto. En el visor no hay Miss de la Diáspora alguna. En sus auriculares no suena la Voz de la Conciencia.


El parque de atracciones estalla en una salva de aplausos mientras el exoesqueleto se pone en movimiento de nuevo. De las huellas de su peso en el hormigón brotan vides que se enroscan en los miembros cercenados de las familias aniquiladas, de los turistas y los niños y los jubilados, clavando los sarmientos en los cadáveres. ¿Qué vino producirán sus uvas, dulces y sangrientas? ¿Cómo bautizarán a este viñedo de raíces hundidas en ceniza, cuando los anclajes del último carrusel cedan a la corrosión, cuando la montaña rusa sólo sirva para dar sombra de titán fósil durante las tardes de vendimia?
            Al descorchar la primera botella de la primera cosecha de ese viñedo, la Voz de la Conciencia se nos aparecerá como un genio disneyano y, caramba, durante esa cata a ciegas aprenderemos (aunque sólo sea por intuición, escurriéndosenos la tesis entre los espacios interdentales y formando bolsas microcósmicas de gas en el epitelio de la mucosa del paladar… Buqué, lo llamaremos, por ejemplo…) que la suspensión de credulidad que proporciona el parque tiene la misma justificación antropológica que la pornografía y la caridad, es el mismo gatillo de impersonalidad contra la extinción de la persona por distancia o estancamiento de sentimientos primarios; aprenderemos cómo salir de nosotros mismos nos vuelve nosotros mismos; aprenderemos a amar a los frenos automáticos y, mira, la adrenalina y el deseo están acariciando a un gato de Chesire en la oscuridad de la mazmorra de un castillo de cartón piedra. Plan C.


El parque de atracciones es la flora en el lecho oceánico poco profundo de la idea de ti. El parque de atracciones es un diorama. El exoesqueleto de combate, un juguete en manos de un niño con un subidón de azúcar y que no se conforma con el entretenimiento dado y por eso fuerza sus límites. La Miss de la Diáspora es un autómata de palabras y la Voz de la Conciencia es la voz del narrador. Mi voz. Prendiendo fuego al diorama, tal que así.