domingo, 20 de abril de 2014

LOS VECINOS DE PLÁSTICO



Por
Tony Fuentes


Mis vecinos de arriba eran una familia de maniquíes. Y no hablo en sentido figurado, como si pretendiese decir que eran humanos pero sosos, o algo así. No, nada de eso.
Eran, sencillamente, una familia de putos maniquíes.
Eran cuatro: el padre, la madre y los dos hijos. Niño y niña. O eso parecían, al menos. El niño siempre con su trajecito azul, la niña siempre con su vestidito rosa. Los dos siempre con esas expresiones estáticas, vacías. Como papá y mamá.
Espeluznantes.
Nos cayeron mal desde el primer día. En cuanto les vimos aparecer con las cajas de la mudanza. Y no sólo nos cayeron mal a mi familia y a mí; el resto de mis vecinos opinaba igual. No los tragábamos. Era superior a nuestras fuerzas. Aunque lo cierto es que los pobres engendros no hacían nada para caernos mal. Todo lo contrario, en realidad. Aunque por lo visto no podían hablar, siempre nos saludaban con sus manitas de plástico cuando nos encontrábamos en el ascensor. Asistían a todas las reuniones de vecinos. Sacaban la basura a las horas debidas y jamás ponían música a horas intempestivas. Y aun así, había algo en ellos que hacía que los odiáramos más y más. No sé qué era: tal vez la textura de su piel, tan brillante y lisa. O la inexpresividad de sus ojos vacíos. El hecho de que se esforzaran tanto por parecer de los nuestros cuando estaba más que claro que no podrían serlo nunca.
Fuera como fuese, el caso es que los demás vecinos terminamos por estar hartos de ellos. Del angst que nos producían. Era una sensación pesada y horrible, y teníamos que sacudírnosla de encima cuanto antes.
Pero, ¿qué podíamos hacer? La conducta de nuestros vecinos maniquíes era intachable, así que no podíamos avisar a la policía. Tampoco podíamos echarlos sin más. Sólo nos quedaba una salida: irrumpir en su casa por la fuerza y matarlos.
Así lo hicimos. Esperamos a que anocheciese y tiramos su puerta abajo. Llevábamos antorchas y cuchillos y las caras cubiertas con pasamontañas. Nos encontramos a la madre y a los dos niños en el salón. Estaban cenando. Por lo visto, el padre todavía estaba en el trabajo, lo cual resultó un contratiempo considerable. Pero qué le íbamos a hacer: no podíamos sentarnos a esperar, así que decidimos ir matando a los demás. Los tiramos de las sillas, los sujetamos contra el suelo y les cortamos la cabeza a cuchilladas. Costó un poco. Cuando los tres estaban decapitados, todavía seguían haciendo gestos con las manos. Un vecino que tenía una hija sordomuda ejerció de intérprete. Nos tradujo: “POR LO QUE MÁS QUERÁIS, NO NOS HAGÁIS DAÑO”. Nosotros nos reímos, aunque en realidad no teníamos ganas.
El padre llegó media hora más tarde o así. Venía un poco borracho, el muy golfo, y oliendo a perfume de mujer. Aprovechamos su ebriedad para derribarlo a patadas. Como no queríamos presenciar otra escena escalofriante como la de su familia haciendo gestos de sordomudo con las cabezas separadas de los cuerpos, a él lo quemamos directamente. Después quemamos los cuerpos de su mujer y de sus hijos. Los cuatro se encogieron hasta convertirse en pelotas de plástico ardiente. Saltamos sobre los restos para extinguir las llamas, pero se extendieron por los muebles. La casa se llenó de un humo negro y nauseabundo. Salimos corriendo.
La policía llegó una hora más tarde, junto con los bomberos. Algún vecino de otro edificio debió de haber visto el humo. Dos agentes entraron en el piso de los maniquíes cuando los bomberos hubieron despejado la zona. Nosotros esperábamos en el rellano, todos los vecinos en bata y zapatillas. “No hay nadie”, oímos decir a uno de los policías. El otro agente, un tipo mostachudo y corpulento, se asomó al exterior. Llevaba uno de los pedazos de plástico derretido en la mano. Un pedacito ennegrecido e informe que miraba con extrañeza. Nos preguntó si sabíamos quién vivía en ese piso.
Nosotros nos encogimos de hombros. 


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