miércoles, 21 de diciembre de 2011

En Todo Caso... por Ramón Masca

                 
         
     En Todo Caso
     por Ramón Masca


Esto —además— se trata de una broma. Pero supongamos que: «Hemos fabricado un tiempo negro y afilado, de la exacta calidad del hierro. De la propia Forja en la que El Dios nos hace el inmenso favor de su culo», tal y como riegan las pintadas fosforescentes que la saturación de oxígeno emitida por los aspersores hace parpadear en la fachada del Ministerio de Finanzas de la Madrileña República Regional de la SudCaucasia. «Ningún otro mensaje institucional a estas alturas lograría conmovernos», piensa la Secretaria General de Créditos y Condonados mientras el coche bordea el parque de césped azul prusia y, en algunas isletas, magenta. Ella es la que ha autorizado la campaña. Natural que se repita los argumentos a favor cada vez que pasa frente a alguno de los eslóganes. Y sí: estamos a veintisiete de septiembre del dos mil doscientos quince y aún hay coches —pero no neumáticos— y los Gobiernos todavía se preocupan por gustar. «Parábola de Mariposa. Si el suficiente número de gente gesticula a la vez un clic pueden hasta hacer que te deporten a Guang Zhou.» Lo dice la Constitución, la misma que también permite el descontento. «Es una pesadilla de Platón» se oye ladrar en ocasiones al Ministro de Cultura, aquel hombrecito breve y voluntariamente calvo que siempre elige la directriz «fracasa para convencer» cuando intenta que los artistas asuman con orgullo sus vivencias madrileñas y dejen de esgrimir orígenes extremeños, catalanes o vizcaínos a la hora del reparto de fondos de la Caucasia propiamente dicha. Internet no existe. Ni tal y como la conocemos ni tal y como nos la imaginaríamos. No es este el problema. El problema es que tampoco existe el Mundo propiamente dicho y cada uno de los cerebros funciona como terminales inalámbricas desde las que, en potencia, se transmite y se recibe mutamente Todo, si así se desea. Y créeme que se «desea». En esta vida hay adolescentes y parejas del tipo maduro, solo, que cruzan dos miradas y se ponen a follar como si llevaran amándose toda la vida, aunque el sexo en público se acaba de prohibir de modo oficial tras un desastroso escarceo de libertinaje diplomático que el cantón de Londres denunció ostentosamente a las autoridades continentales de la Competencia. Hubo así que devolverles a su Embajador, tras reintegrarle el juego de siete mordazas de cáñamo que le acompañaba —aunque la Secretaria General de Créditos y Condonados y otros tantos Altos Funcionarios no han olvidado aquel sabor rugoso contra la lengua—. Supongamos —ahora es la ocasión para editar «Lo Venidero» con la relativa sencillez de un procesador de textos—, vámonos a ser correctos: el veintisiete de noviembre del dos mil doscientos quince, la última carcasa orbital ladró su incandescencia hasta estamparse en el Mediterráneo. «'Ante las puñaladas del azar', la inmensa meseta verde gimió un vapor de horno babilónico y los ángeles incandescentes medraron su lecho —fue el poema final—», tecleó el Ministro de Cultura, aburrido del horror de los noticiarios insertos en los capilares sobre su pupila, escupiendo puntualmente sobre la pantalla de córnea que le brindaba el verso de Henley para jugar a una especie de piñata lírica a la que no le prestaron la menor atención. «En cualquier caso» fue la locución que los portavoces del Comisariado de la Comunicación emplearon con mayor frecuencia durante la crisis para coser párrafos que trataban de no alarmar de manera innecesaria a la población, sino de señalarles que las probabilidades de que un pedazo de chatarra caiga a veinte mil kilómetros por hora encima de su casa, en concreto sobre el hábitat de seis metros cuadrados del retrete eran «inconmensurables». «Estadísticamente». De ridículas, querían decir. Esto es de lo que voy yo. De que uno tiene que marcar distancias [por ejemplo, elegir la palabra Caucasia y sus protectorados satélite como una reducción al absurdo de toda geografía. De hecho, él único topónimo válido que he logrado encontrar para compartirle a día de hoy en que escribo esta , nueve de diciembre del dos mil diez, es el que marca a una localidad colombiana, a la que da nombre el río Caucas —dialogar con Lo Venidero se parece muchísimo a dialogar con un río]. Porque la Secretaria General de Créditos y Condonados era ahora Ex Secretaria General de Créditos y Condonados, que es de lo segundo menos bueno que se puede ser cuando las históricas lanzaderas suman en milésimas de segundo todo el óxido que la atmósfera, rencorosa, les tenía jurado por escabullirse en los altos de las órbitas y ahora su chirrido no es tan solo fuego, sino que incluye la vejez como sinónimo de aplauso cuando la biotecnología se promete llegar a doscientos veinte años de vida, algo que tampoco es necesariamente bueno. Así que se toma una taza de café y mira por la ventana las obras de la gran pagoda de neopreno que se alza en el centro de Madrid y aún no tiene nombre, para evitarse influencias nefastas: esto no es superstición, es el consenso de analistas, y un suficiente número de ellos ha determinado que un nombre es necesario, pero puede postergarse hasta que la cosa sea suficientemente «fuerte» como para defenderse por sí misma. Mira a Caucasia y a sus puntos cardinales. Mira a la larva silenciosa y en perpetua beligerancia devorando sin alzarse a China, a la ingenua Comunidad Económica Europea, la Rusia NoImperial, Estados Unidos de América del Norte y el irreductible cráter de Japón (provincia de Perú). Mira a estas negritas y descubre la horrible pereza de mi sortilegio. Esto es «Lo Venidero» que puede invocarse o todo lo contrario —va en función de si quieres vivir doscientos veinte años—, por más que, en la vida real, la gente afronta su mañana y muere y trama una «poética» —lo quiera o no— en el sentido «aristotélico» del término. Además queremos tener claro que la Ex Secretaria General de Créditos y Condonados es llamada entre grandes aspavientos desde la cama por la voz, a cada hora más aguda, a cada tono más febril, más calva del Ministro de Cultura —más incandescente—. Del tipo maduro los dos, follan en un mueble que de cama sólo tiene el nombre y el canapé que da soporte a la balsa de pistones anatómicos que, en el breve tiempo que ella tarde en cruzar el pasillo, se aplican con sigilosa eficacia a un masaje de estimulación de próstata. Es una paradoja, pero todo el mundo quiere al Ministro de Cultura, que ha usurpado inadvertidamente —como larva— el nicho en el ecosistema de la gobernanza que ocupaba anteriormente el Ex —¿y quién no es un ex algo el veintisiete de enero del dos mil doscientos dieciséis?— Embajador de Londres y negocia con el goce inabarcable de su culo, su «inmenso favor», como si fuera el hijo predilecto de El Dios —que no lo es, tranquilos y tranquilas: nada hay de rigurosamente escatológico en este futuro siglo, salvo los cascotes— que la mercadotecnia política caucásica había pergeñado sólo unos meses atrás, cuando ni siquiera podían esperarse este desastre. Hay paneles de la paparrucha energética llamada fotoelectricidad que caen a ras sobre los bloques de edificio y los parten por la mitad —o en diagonal— hasta los cimientos mismos, pero poca cosa queda por hacer aparte de meterse en la boca un rugoso glande, típico de pajillero compulsivo o masoquista, y mover la lengua como hemos aprendido con los arcadómetros cuyas escalas de náusea tolerable asaltan al cerebro en conexión sin cable y cuando menos —si así quiere— se lo espera. «Para esto estamos bien» gime, en el instante antes de correrse con precisión blanquecina y salada, la cabeza libre de la monstruosa procesionaria de dos vagones que acaba de materializarse sobre la cama, sobre su engranaje eterno como una maquinaria proyectada por alquimistas invencibles que, por otro lado, con la boca llena lo tienen jodidísimo para reír o ser reídos. Y aunque, posiblemente, el giro supersónico de algo parecido que parece una parabólica tenga algo que decir sobre el divorcio de los seres, mejor que no le anticipemos la tragedia, al Ministro de Cultura. Permitámosle gozar de este último orgasmo. De estos dientes que todavía no se cierran en el espasmo de la muerte. Digámosle también, después de todo, cuánto lo sentimos y nunca, nunca le dejemos convertir esta disculpa en nada —más—.


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