jueves, 29 de diciembre de 2011

Ángeles Caso... por Ramón Masca


ÁNGELES CASO
Por Ramón Masca

«Las ecuaciones actuales de consumo y superpoblación han permitido despejar la incógnita de cuánto tiempo le queda al ser humano antes de tener que recurrir a prácticas de canibalismo, y preparar esa forzosa transición con el ordenado e imprescindible civismo que nuestra sociedad merece», arrancaba aquella pieza del Telediario del veintiocho de diciembre de mil novecientos ochenta y cinco, introduciéndola Ángeles Caso con esa belleza transparente que uno buscaría años más tarde en las últimas compañeras de la Secundaria y los primeros cursos de la Facultad, en balde y sin venir aquí a cuento más allá de sus ojos castaños impertérritos en una época durante la que las bromas navideñas no eran lo más habitual en la televisión pública, así que en un primer momento mucha gente no supo qué pensar, ponía la radio, sólo sintonizaba un bucle de cuñas publicitarias que no parecía tener fin en la rueca del dial, lo cual visto en perspectiva era lógico, teniendo en cuenta la primera hora de la tarde y la presencia de los niños en casa por las vacaciones escolares. ¿Cuántas personas de la franja de mediana edad, pongamos a partir de los cuarenta y cinco o cincuenta o cincuenta y pocos, escucharon y guiñaron en silencio, una sola vez, sus propios ojos, idénticos ya fuera de la algarabía puñetera o el silencio de la siesta en sus hogares —vencidos muchos de ellos, eso dicen, por el turno de mañana en las fábricas—, tomando así una determinación? A las siete y cuarto de la tarde, cuando el presidente del ente Radio Televisión Española, Miquel Benarroig, interrumpió la programación para dar explicaciones por sí mismo, a cara descubierta, ante la «inquietud» generada entre los ciudadanos por una noticia rigurosamente falsa, ni siquiera bien preparada, hecha, como quien dice, en dos minutos por un redactor de laboral al que le encomendaron el «marrón» (sic) al azar y cuyo nombre no trascendió hasta unas horas más adelante —cuando se suicidó estrellando una camioneta de la empresa contra la base de hormigón de Torrespaña—, una noticia que no tenía, en definitiva, otro viso de credibilidad que el que el buen hacer de Ángeles Caso clavaba a la pantalla como una chincheta, la Policía había contabilizado treinta y siete parricidios ya. Y ni siquiera había comenzado la auténtica aritmética. Suele decirse que entonces éramos «más felices» porque las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado se asustaban de estas cosas tanto o más que los propios, humildes, ciudadanos a los que les tocaba ser testigo; suele decirlo, precisemos, el señor Benarroig, que a día de hoy posee una productora cinematográfica cuyo teatro de operaciones principal es el mercado galo y está radicada en Haití, aunque de vez en cuando regresa, según los rumores, de incógnito a su Valencia natal e inspira documentales y capítulos piloto de series espoleadas al primer ránking de audiencias por el simple «pincho» de su nombre, tal y como lo expuso el tipo que le hizo una entrevista arriesgadísima para presentarle a los lectores actuales del ABC. Aunque las presentaciones sobren, porque parece muy aburrido ponerse a recordar todos lo detalles ahora  de como pasó de sonar con fuerza para «ministrable» del Ejecutivo de Felipe González a responsable de forzar la primera declaración de estado de sitio en España tal y como quedaba regulada en la Constitución de mil novecientos setenta y ocho, que recibió además su primera enmienda, con apenas ocho años de vida, para poder juzgarle y «dar ejemplo». De igual forma, todos los que compartían dicho edad recibimos nuestra primera enmienda por aquellos días, encogidos en el cuarto de estar con toda la familia con la televisión apagada o, directamente, taladrada por una patada de frustración; y esto en el mejor de los casos, porque también todos, absolutamente todos, supimos de un amigo del colegio o de al filo de la calle que se las pasó, las horas densas de miedo como una tectónica de placas, abrazados a la cañería y conteniendo la respiración bajo el armario del fregadero mientras su padre o su madre o su abuela o su abuelo recorría la casa con los ojos prisioneros de una determinación «definitiva». Y esto también, lo repito, «en el mejor de los casos». Desde entonces se debe de haber analizado diez mil veces la emisión —incluyendo la tersura incontestable del rictus de Ángeles Caso— en el marco de juicios, comisiones parlamentarias de investigación o reconstrucciones para telefilmes, sin que nada haya podido vislumbrarse que explique de forma satisfactoria —es decir: despojando de culpas a las partes supervivientes tanto como ya lo están  los muertos— más allá de lo que dijo Benarroig, alojado en una celda de cristal como un mandril del zoológico durante la vista pública del caso: «Ellos se lo creyeron». Estaba acusado como «motor intelectual» de doce mil seiscientas cuarenta y nueve muertes, hipérbole que finalmente quedó reducida a una quinta parte y no incluyó los incidentes provocados por «determinados elementos radicales» de la sociedad española que interpretaron, erróneamente, los hechos desencadenados como «síntoma» de alguna suerte de Revolución, hasta que fueron cuidadosa, casi quirúrgicamente extirpados de la realidad nacional durante las refriegas salteadas por las calles sin que nunca nadie se aclarara con sus respectivas cifras; o eso cuentan. Pero también cuentan que dichas acciones venían, por así decirlo, «castradas» de origen, cuando nadie estaba realmente a salvo y cualquiera podía ponerte una pistola en el mentón o descastarte la nuca con un adoquín y había que esconderse de tus mayores, que en los últimos tramos de la debacle, cuando despegaron los grises jets diplomáticos de la base aérea de Torrejón de Ardoz, acabaron con las bocas llagadas de linfa y tuétano de los huesos recién quebrados de los niños. Como se ha apuntado, para entonces nadie ya estaba viendo la tele y practicamente nadie volvió a verla hasta un mes más tarde, cuando Manuel Fraga juró ante Su Majestad el Rey como jefe del Ejecutivo de coalición junto a Adolfo Suárez, llamado a partir de entonces «El Posible». Aunque las pruebas contra Benarroig fueron endebles y el proceso tachado de «farsa revanchista» antes de acabar por los importantes medios internacionales, que reivindicaban el papel «heroico» de los empleados ente público, desde el redactor suicida arriba mencionado, hasta la propia Ángeles Caso encaramada a la madrileña fuente de Cibeles, a despecho de las balas y mordiscos, para locutar un nuevo desmentido, muy diferente al anterior de su ya ex jefe y que los tanques que recorría todas las calles del país fueron retransmitiendo por unos improvisados altavoces colocados en las torretas. Se fabula con que para redactarlo se recurrió a «intrincadas permutaciones cabalísticas» que trataban de «reconectar las sinápsis ontológicas» quebradas en el primer momento, pero cuando los expertos reprodujeron este último mensaje, en condiciones homogéneas de laboratorio, tampoco se percibió nada anormal. La técnica, difusa pero exacta. Lo cierto, lo único en lo que se puede estar seguro de no errar, es que hubo tiros y tiros y más tiros. Y más tiros —pero menos— a partir de entonces, porque muchos se arrojaban berreando con sus ojos arrasados en lágrimas contra las bayonetas acopladas a los fusiles militares. Las órdenes no cambiaron hasta seis horas después y nadie se culpó de ese retardo. Por su parte,  Benarroig asumió el veredicto, la grosera gravedad de una cejas pobladas de canas en pie en el centro de una sala enchancletada por el vapor de nicotina y otros gases retenidos entre el bullicio de la expectación de todos los presentes. «Fue mentira que llegaran a despertarme para verles desfilar en pelotón ante mi celda», juraría años más tarde ante el fotógrafo del periódico, sentado tras una enorme mesa de montaje que aún tenía atornillada una guillotina para el celuloide. Aún se reiría respondiendo acerca de aquella llamada supuestamente «de último minuto» que a él le sorprendió en mitad de un sueño «entrecortado, abstruso e inguinal» —como debía de verse por entonces y hoy en día, por qué no, muy todavía más, el somero telegrama de la Muerte— confundido con el abrazo rápido, rubor, del carcelero al ir a comunicársela con un guiño silencioso, prolongado y para una sola vez —quiero decir, definitivo—.         

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