RETRO JOSEFINA
por
Fco. Javier Pérez
—He perdido la memoria a corto plazo, y por eso ahora sólo
puedo luchar por construirme otra vez desde abajo —dice Josefina,
ovillándose
en el centro matemático de esta habitación demasiado estrecha como para reunir
aquí a más de media docena de resacosos subproductos de la fiesta de anoche, de
techo demasiado bajo como para albergar cómodamente al tiempo a más de cinco
convalecientes por la abducción alienígena.
Sabe que a sus hijos aún les
importa cualquier cosa que tenga que decir. Recuerda poco, pero la punta de
iceberg de un refrán que su madre solía recitarle aún se empeña por asomar a
través de la superficie acuosa y refractaria de la primera hora de la mañana: a
veces basta con abrirse de piernas, cerrar los ojos y dejarse follar hasta que
llegue la noche.
A pesar de las apariencias, esta estancia no es una unidad
de recuperación para el postoperatorio, ni un módulo de residencia; aquí las
obscenidades en susurros y el hedor corporal se vuelven artificiales al neón
rojo de su nombre
[JO-SE-FI-NA,
parpadeando, carmesí, rosa pálido]
,
la iluminación viene dada por la vibración de su anatomía hecha supercuerdas.
Josefina es una ladrona de cuentas brillantes para fabricar collares de
plástico y otra quincalla.
Suele entrar en las tiendas de
material al por mayor para manualidades y entremeterse en las bragas y el
refajo rombos de cristal traslúcido, pequeños cilindros de falso cuarzo y
monedas diminutas de fino plástico dorado. En la habitación, al desnudarse, el
botín queda esparcido por el suelo y replica los destellos de ella misma,
lluvia rápida de luz, bola de espejos vuelta del revés.
—Me marea la capacidad que tienen hoy en día de dar piruetas
y vueltas y vueltas y vueltas, simplemente para contar que han visto a un hombre
morder a un perro —reniega
entre dientes
mientras
lee las noticias en los posos del café que le ha salpicado las líneas de la
mano izquierda. Ya nadie llama por teléfono. No tan a menudo como solían,
cuanto menos. Ya nadie más que ella resuena en el interior de la habitación
dentro de su cabeza, en la sala de espera de la nave espacial de su demencia.
Está sola, rodeada de todos estos
amigos sin nombre ni forma que ha inventado para poblar su hueco contexto
inmediato. Estos a los que imagina atiborrándose de porquerías dulzonas y
fingiendo que ella, su hacedora, no está aquí con ellos; fingiendo que cada
cena es cena de nochebuena; fingiendo sin vergüenza ninguna que, a sus años,
aún viven con mamá.
Se le han descantillado las uñas de tanto rascar el cemento
de las paredes cuando la ansiedad aumenta un punto y la cámara acorazada de sí
la asfixia. Momentos de lucidez, lo
llaman, cada vez menos frecuentes.
Hace demasiado frío como para desvestirse. La forma azul de su nombre le da las
buenas tardes. Tiene ahora un par de charlas ligeras y anodinas con dos hombres
que llevan ya varios años muertos y olvidados. Ha perdido la memoria a corto
plazo y por eso ahora sólo puede luchar por construirse otra vez desde abajo.
Vierte un vaso. Estas horas de crepúsculo se cuentan en
gotas de agua sucia llenando un vaso tras otro tras otro. Vierte el siguiente
en una esquina donde la gravedad no aplica, y así el horario líquido decanta
hacia arriba y se afila y se hiela. Josefina, amorfa
[y todo a
media luz, pues…]
,
se sienta en el trono de su cumpleaños olvidado, que podría ser cualquier
fecha, haciendo una excursión de cuerpo astral para ir a ver a sus nietos.
Y baila la conga con sus nietos y con sus amigos invisibles.
No solía haber tanto tráfico en
los viejos tiempos.
El número de vehículos ha ido
doblándose exponencialmente desde sus amables años cincuenta y Josefina masca
literalmente el peligro inherente a esta estupidez de dar saltitos en fila y
estirar una pierna cada tres pasos al ritmo de una tonadilla ridícula,
[…un, dos,
tres, ¡Conga!… un, dos, tres, ¡Conga!...]
serpenteando
entre los coches, furgonetas y camiones que, gracias a Dios, están atrapados en
un atasco de vuelta de vacaciones en esta autopista que viene de ninguna parte
y va a quién sabe dónde.
Se abre de piernas y cierra los
ojos y vuelve a estar en la habitación.
—Toda la música que me gustaba se ha descolorido desde las
puntas hacia dentro —susurra,
hecha un ovillo en el centro
matemático de la habitación,
haciendo
que los espectros formen en forma de corazón, estableciendo una distancia de
seguridad de pergamino condimentada de mal aliento matutino, partes perdidas
que escuchan, fragmentos descascarillados pendientes de ella, esperando a ser
engarzados, con suerte, en el collar de bisutería de un relato coherente que
les cuente, que les haga, que les de entidad, fe torticera en la vieja
Josefina, en su palabra.
—Prometo
hacerlo mejor la próxima vez —dice—. Porque habrá una próxima vez, ¿no? Construyéndome
otra vez desde abajo… —se interrumpe.
—Picarón
y vistoso, así debía ser el pasado —rectifica.
—Lo
que nos pasa, se repite y no se resuelve —dice.
—Nostalgia…
Ninguna de las voces de Josefina
[ni la física
ni la figurada, con la que se narra]
son
suyas, sino que pertenecen a una extraña otra repiqueteando en sus huesos como
un sonajero: el sonido de una humanidad profunda negándose a no ser nada.
.