Por
Tony Fuentes
Mis
vecinos de arriba eran una familia de maniquíes. Y no hablo en sentido
figurado, como si pretendiese decir que eran humanos pero sosos, o algo así.
No, nada de eso.
Eran,
sencillamente, una familia de putos maniquíes.
Eran
cuatro: el padre, la madre y los dos hijos. Niño y niña. O eso parecían, al
menos. El niño siempre con su trajecito azul, la niña siempre con su vestidito
rosa. Los dos siempre con esas expresiones estáticas, vacías. Como papá y mamá.
Espeluznantes.
Nos
cayeron mal desde el primer día. En cuanto les vimos aparecer con las cajas de
la mudanza. Y no sólo nos cayeron mal a mi familia y a mí; el resto de mis
vecinos opinaba igual. No los tragábamos. Era superior a nuestras fuerzas. Aunque
lo cierto es que los pobres engendros no hacían nada para caernos mal. Todo lo
contrario, en realidad. Aunque por lo visto no podían hablar, siempre nos
saludaban con sus manitas de plástico cuando nos encontrábamos en el ascensor.
Asistían a todas las reuniones de vecinos. Sacaban la basura a las horas
debidas y jamás ponían música a horas intempestivas. Y aun así, había algo en
ellos que hacía que los odiáramos más y más. No sé qué era: tal vez la textura
de su piel, tan brillante y lisa. O la inexpresividad de sus ojos vacíos. El hecho
de que se esforzaran tanto por parecer de los nuestros cuando estaba más que
claro que no podrían serlo nunca.
Fuera
como fuese, el caso es que los demás vecinos terminamos por estar hartos de
ellos. Del angst que nos producían.
Era una sensación pesada y horrible, y teníamos que sacudírnosla de encima
cuanto antes.
Pero,
¿qué podíamos hacer? La conducta de nuestros vecinos maniquíes era intachable,
así que no podíamos avisar a la policía. Tampoco podíamos echarlos sin más.
Sólo nos quedaba una salida: irrumpir en su casa por la fuerza y matarlos.
Así lo
hicimos. Esperamos a que anocheciese y tiramos su puerta abajo. Llevábamos
antorchas y cuchillos y las caras cubiertas con pasamontañas. Nos encontramos a
la madre y a los dos niños en el salón. Estaban cenando. Por lo visto, el padre
todavía estaba en el trabajo, lo cual resultó un contratiempo considerable.
Pero qué le íbamos a hacer: no podíamos sentarnos a esperar, así que decidimos
ir matando a los demás. Los tiramos de las sillas, los sujetamos contra el
suelo y les cortamos la cabeza a cuchilladas. Costó un poco. Cuando los tres
estaban decapitados, todavía seguían haciendo gestos con las manos. Un vecino que
tenía una hija sordomuda ejerció de intérprete. Nos tradujo: “POR LO QUE MÁS
QUERÁIS, NO NOS HAGÁIS DAÑO”. Nosotros nos reímos, aunque en realidad no
teníamos ganas.
El
padre llegó media hora más tarde o así. Venía un poco borracho, el muy golfo, y
oliendo a perfume de mujer. Aprovechamos su ebriedad para derribarlo a patadas.
Como no queríamos presenciar otra escena escalofriante como la de su familia
haciendo gestos de sordomudo con las cabezas separadas de los cuerpos, a él lo
quemamos directamente. Después quemamos los cuerpos de su mujer y de sus hijos.
Los cuatro se encogieron hasta convertirse en pelotas de plástico ardiente. Saltamos
sobre los restos para extinguir las llamas, pero se extendieron por los
muebles. La casa se llenó de un humo negro y nauseabundo. Salimos corriendo.
La
policía llegó una hora más tarde, junto con los bomberos. Algún vecino de otro
edificio debió de haber visto el humo. Dos agentes entraron en el piso de los
maniquíes cuando los bomberos hubieron despejado la zona. Nosotros esperábamos
en el rellano, todos los vecinos en bata y zapatillas. “No hay nadie”, oímos
decir a uno de los policías. El otro agente, un tipo mostachudo y corpulento,
se asomó al exterior. Llevaba uno de los pedazos de plástico derretido en la
mano. Un pedacito ennegrecido e informe que miraba con extrañeza. Nos preguntó
si sabíamos quién vivía en ese piso.
Nosotros
nos encogimos de hombros.
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