martes, 2 de abril de 2013

BAILE EN EL INFIERNO


In Memoriam
Hemos descubierto que la Muerte es útil. Pero no en la forma en la que antes concebíamos lo «útil». No en la forma, por ejemplo, de aquellos dieciséis anélidos ferroviarios apilados en los andenes de Hannover con el gran rótulo «Kadaver Anstalt» asentando el costado de cada vagón, de todo lo cual el Daily Mail y The Times se hacían eco en sus ediciones del diecisiete de abril de mil novecientos diecisiete. No en la forma en la que más de treinta mil personas, empezando por la Reina y el vicepresidente del Gobierno acuden, ciento doce años exactamente después, a la capilla ardiente instalada en el Teatro Real por dar su adiós a Mercedes Lasalle, última Gran Dama de la  Interpretación en España con una carrera de ciento veintitrés películas, diecinueve series televisivas, ochenta y siete obras de teatro, veintinueve anuncios de radio/televisión/otros formatos y cuarenta y nueve HoLoFilms®.
 No en la forma en la que la propia Lasalle acariciaba la hendidura de las tomas serigrafiadas en sus ingles antes del primer metraje rodado con la nueva tecnología ni en la forma en la que las leyendas acerca de unos «hunos caníbales, pero metódicos» corrió como un reguero por la Europa envenenada de cloro ni en la forma en la que la grasa de los soldados se creía destinada a hacer jabón para la ropa y sebo para los candelabros del káiser. No en la forma en la que el cuerpo de Mercedes Lasalle era reseteado hacia unos volúmenes «más acordes» para con la sensibilidad de hoy día. Es posible que ella todavía no supiera que iban a hilvanar el Miedo[1]. Que por un momento fuera como si la carne entera se le derramara muslo abajo, el rostro velado como en los primeros cortos de ValOmar y los tentáculos de cobre y vidrio triturado hincándola contra esa misma luz en fuga. Hay un telegrama de condolencia del presidente del primer partido de la oposición que hace referencia a ello: «Hemos aprendido que la Muerte es útil». Pero no en la forma en la que Lord Northcliffe encauzó la maquinaria de la propaganda bélica contra los «fritz». No en la forma en la que ValOmar lo recordaría vagamente en abril del treinta y nueve, caído dentro de su propia filmación del desfile de las tropas de los Otros por Valencia, el ojo tan saturado de Victoria como la gelatina que impregna los fotogramas y fija nitratos diversos. Mercedes Lasalle cuenta en sus Memorias —reeditadas de urgencia con ocasión del capítulo final— que cogió la mano del anciano cineasta que acababa de derramar el café con un temblor emocionado. El señor Jesús Franco Manera sólo fumaba, participando apenas con silencio y monosílabos en la conversación que cambiaría —una vez más— la vida de los tres. Estaban en Granada y era abril de mil novecientos ochenta, unas semanas antes de la intentona golpista, de cuajo neutralizada por la certera intervención del suegro de la mujer que ahora recita unas palabras que mañana abrirán la portada de algunos periódicos. Pero hemos aprendido que la Muerte es útil y no vale la pena repetirlas. Los bigotes fofos de un clon de F. Esteso pellizcan los pezones de una chica que en los créditos es un pseudónimo anglificado, y se electrifican las yemas de los dedos y la entrepierna del señor Franco Manera desde su aparato de reproducción casero y unipersonal —uno de los primeros— de patente propia. El Holofilm® se lo ha proporcionado un antiguo colaborador de cuando aún firmaba como Jess y que ha acabado en una sala de Zamora de «proyeccionista», aunque proteste largas peroratas acerca de lo caduco del término. «No te confundas, Merche, estamos más que forrados», recuerda que le dijo a la mujer y lo repite ante su féretro, renqueando en su paso de pajarillo, flanqueado por una francesa con la cabeza afeitada y recortes en la mandíbula inferior, a la que ha dirigido en los productos de promoción de sus últimos sencillos musicales por puro y simple capricho. «Ella aleja a los cabrones», piensa mientras mira de reojo la silueta multicéfala de empresarios y ministros que le sonríe en su segundo plano, como tú mismo sonreirías —si eres hombre— a una mujer o a un tiburón —si eres humano— que acabara de parir. Con esa misma filosofía mezcla de ternura y sumisión y, por detrás de todo, Miedo. La salud del señor Franco Manera podría llevar dos décadas en las últimas y aun así sigue siendo la cabeza del mayor conglomerado de negocios en la comunicación y el ocio/otros servicios y comercio del país. Es su Lord Northcliffe. Ha destapado una Kadaververwertungsanstal para cada uno de sus enemigos y ha sembrado los sistemas operativos de todos los ordenadores que existen con la Duda que suponen los archivos y la comunicación PLAT. Tres de cada cinco ingenieros en sensografía entran o han entrado o entrarán en su nómina. Seis de cada ocho dependientes de grandes almacenes. «Él había descubierto mucho antes que el resto que la Muerte es útil, el único problema fue lo que tardó en hacérnoslo entender a los demás», decía sobre él un artículo poco elogioso que nunca llegó a ver la luz. Pero no en la forma en la que dicen que su rostro es un tentáculo que come luz ni en la forma en la que dicen que el káiser bromeaba con sus amanerados asistentes antes de enviarles al campo de batalla y de ahí a las factorías que duplicaban su utilidad para el Gran Sueño Alemán, convenientemente procesado en función del porcentaje de grasas acumuladas en el cuerpo, sino en otra: Cuando en el sesenta y uno él y Val Omar al fin se conocieron en la hosquedad furtiva de Granada. Cuando en el setenta y tres llevaron a Sitges la primera versión de Baile en el Infierno. Cuando mostraron esos apenas setenta minutos de Mercedes Lasalle embriagando al visitante del Nuevo Pabellón Experimental con su túnica de muselina vigorosa y rosa en una sinestesia tan basta como una rima interna, hasta que el cuchillo simulaba caer sus giros de mano enguantada en cuero, hubo aplausos y vanos quejidos de una Censura desbordada, en las últimas y a la que amordazaron mil doscientos pedidos de cámaras y sistemas completos: pantallas cóncavas, estroboscopios de Triego, punteros de xenon, los aceites y almizcles, «todo el juego de engranajes inasibles que llevaban al espectador a entrar como una cuña en la solidez sintáctica de la Noosfera[2]». El todavía-no-señor Franco Manera se había encargado de recolectar casi todo el dinero —alguna vez sabremos cuánto y alguna vez sabremos cómo— entre un estrafalario cóctel de empresarios finlandeses, suecos y asturianos: los pioneros con un sorprendente olfato para la obtención de beneficios evaluando, por ejemplo, la promoción en el floreciente mercado de la pujante industria cinematográfica angelina[3] independiente con su público objetivo de muy fácil talonario[4]. Mientras Mercedes Lasalle le cogía la mano en aquella cafetería —que a su vez sería memoria ante otro féretro—, ValOmar recordaba los cajones de madera rellenos de bolas de algodón y papel para transporte, abiertos al pie de cada cadena de diez metros que iba trajinando pieza a pieza, las diminutas bombas para la electrostática, doradas como los ojos de un soldado caído en durante la Kaiserschlacht y que esta noche vuelve a casa. El «viejo visionario», tal y como lo describe uno de los actores que masca coca en los corrillos que se van formando a las puertas del Teatro Real, logró de alguna forma refrenar los ánimos del señor Franco Manera a la hora de explorar la moda que ellos mismos habían iniciado con el miedo flojo, macilento, pegajoso, blando y tan, tan alejado de ser el Miedo en el primer Baile en el Infierno, cuando Mercedes Lasalle baja las escaleras del caserón perseguida por la maquiavélica sombra de Orloff. Ninguno se lo reprochamos hoy día cuando «El Sexo es un efecto secundario de la Muerte» y demás eslóganes deterministas[5] se leen en camisetas y tarjetas de concesionarios de automóviles. Mercedes Lasalle acarició las pegatinas en sus axilas y a un centímetro a la derecha de las areolas de sus pechos, esos nuevos cables cada semana más imperceptibles, más rizados y más transparentes. Los ojos de ValOmar oscilaban entre ella y aquella máquina para la que había esperado tanto tiempo. Ojos graves y afilados como un  metrónomo de piedra. Su atuendo era diferente al de la actriz: rugoso y oscuro, le cubría el cuerpo por completo, ocultándolo bajo su gruesa costra de neumático; él no requería movimiento. Las cuchillas marcaban cualquier compás al que invitase la inyección de suaves lisérgicos, aunque sus filos sólo eran el «factor superficial». «No es el dolor lo que queremos conquistar», se dijo el señor Franco Manera tras la gruesa placa de vidrio reforzado para uso industrial que difuminaba sus instrucciones en una megafonía que se entrecortaba: el mayor «hito de toda la filmografía del siglo XX» fue mérito de la improvisación de los intérpretes, algo que nadie hoy en día se niega a reconocer. El director se limitó a ajustar el encuadre y los pulsos con un tablero de conmutadores diseñado ad hoc por ValOmar, quien, en un parlamento grabado con la suficiente antelación para evitar que la voz se quiebre, detalla cada paso del proceso y Mercedes Lasalle lo repite en el tiempo diegético, dicen las malas lenguas —porque siempre habrá de haberlas— que auxiliada por los beneficios de los alcaloides para ahorrarse el vómito, mientras las esferas suspendidas sobre ella arrojan imágenes de trincheras en blanco y negro que coordinan explosiones y colapsos con el ritmo de la máquina sin carcasa en la que ValOmar se adentra por su propia voluntad[6]. A partir de aquí, el aplauso. La ausencia de elipsis[7]. La transferencia directa del sujeto en su disolución. El acierto de la segmentación de circuitos en placas de emisores independientes que resisten los primeros cortes[8] y son además lo bastante permeables para seguir emitiendo la señal que la luz recoge en tacto y almizcle[9] desde las manos de Mercedes Lasalle hundidas primero en la grasa oscura y tibia, luego llegándose a sus labios/su saliva/lengua/su increíble adiós, ahora ella misma Orloff y coda. Suficiente, por nosotros.


[1]          El Miedo es una víscera rizada como un intestino y transparente que, al respirar, se va desenrrollando entre la traquea y el lento borbotón del diafragma, pero ¿cuántos lo sabían por entonces?.
[2]          Como dice el catálogo de la exposición que entre octubre de 2010 y febrero de 2011 le dedicó el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía bajo el título Desbordamiento. Ahí figuran los cables que ataron, por así decirlo, a la película a Mercedes Lasalle y a sus compañeros de reparto provocándoles de paso pequeños desgarros de la piel y lesiones de diversa consideración y tontas por tropiezos y enredos a los que ni siquiera fue ajeno el propio señor Franco Manera, que durante todo aquel Festival de Sitges lució sin empacho una cómica cojera.  
[3]          De Los Angeles, California (Estados Unidos).
[4]          De hecho, Russ Meyers ya introdujo dos secuencias enteramente en Holofilm® en su película  Supervivens de 1975 que, pese a su contenido «softcore» —visto con la mentalidad de hoy— provocaron vergonzantes poluciones en la crítica dominical.
[5]          Entendido en el sentido de la creación, como indica el largo parlamento del inicio de la cinta, cuando un plano convencional, mera proyección, arde y da paso a un óvalo blanco con su rostro.
[6]          Su carta, publicada en septiembre de mil novecientos ochenta y uno, conmocionó de tal manera a lo establecido cultural español que un Ministro dimitió y la Policía tuvo que abrir una investigación contra el matrimonio del señor Franco Manera y Mercedes Lasalle, pese a que por entonces la legislación nacional ya no podía adscribirles infracción alguna, salvo la de falsedad de testimonio. E incluso en esto, lo real no era tan rebatible.
[7]          Aunque apurando las propiedades cronológicas del Holofilm® en un ejercicio de dominio absoluto de la técnica y de la expresión que José Luis Garci reivindicaría en otra carta célebre: la de su renuncia a representar a España en la ceremonia de los Oscar de mil novecientos ochenta y tres.
[8]          Pues la propia energía del organismo la que alimenta el PLAT moderno, y esta se distribuye en miembros y venas que siguen soportando ecos en diversas fases residuales.
[9]          La inevitable digitalización supuso un reto para los expertos a sueldo del señor Franco Manera, tan hostiles a la reducción y criba del lenguaje de binario como los emperadores continentales europeos en mil novecientos catorce a perder su fabuloso cepo, su coartada histórica.  

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