domingo, 31 de marzo de 2013

Grado Cero

                                                                                                                                 



                                                                                              por Gabriela Alemán


A los dieciocho años fui al médico por un resfrío y, el deficiente mental que me atendió, en lugar de curarme, me abrió los ojos a otra dimensión. Me clavó una inyección que hizo que pudiera ver el torrente de detritos que corría por las venas y arterias de todas las personas con las que me cruzaba. Sin que lo supiera entonces porque, cuando me inyectó, solo comenzó una proyección de sicodelia que nunca ha cesado y que solo pude descifrar, quince años después. Antes de eso pensé que había enloquecido y, luego, unas pocas almas caritativas me intentaron convencer de que dejara las drogas. Lo único que lograron fue que me lanzara sobre los alucinógenos y que  flotara sin guía durante años sobre una nube de enorme toxicidad, tratando de lograr un nirvana inducido que neutralizara mis visiones. El único efecto positivo que saqué de esos años, en los que ni siquiera recuerdo quién me ataba los cordones, fue que mi percepción cambió. Yo no era el problema, el problema era la inyección. Una vez que lo entendí fui a buscar al doctor, solo que su consulta ya no existía y ni siquiera estaba el número que recordaba en la calle. Lo siguiente que hice fue entrar a un centro de desintoxicación (aunque siguiera recibiendo palos por mis visiones). En esos centros no escuchan. Saben de trabajo manual para ocupar el cuerpo, castigo para desensibilizar el alma y rutinas.  A nadie le entraba en su rutina que yo viera minúsculos almohadones rojos atropellándose por miles dentro de las yugulares de la gente que pasaba a mi lado o flores esponjosas de diente de león flotando incómodas dentro de ese mismo torrente o medusas púrpuras afianzando sus tentáculos de hilo ultravioleta alrededor de los minúsculos almohadones escarlata. No, la respuesta era que seguía consumiendo; que después de las veinte horas de comunidad forzada, del trabajo extenuante y las ganas de largarme de allí, yo encontraba la manera de esnifar algo que luego no registraba cuando realizaban exámenes nada aleatorios en la clínica. Pero saqué algo de mi presencia constante en la enfermería, me permitió acceso a las fichas de los otros pacientes. Las enfermeras dejaban sus historiales clínicos sobre las mesas de trabajo y a nadie parecía importarle demasiado que los revisara. Total, era una drogadicta. Comencé a buscar patrones en lo que veía para luego cotejarlo con las fichas. Especulé sobre ello y comencé a suponer qué corría por las venas de la gente en el centro y, lo mejor, su suerte me importaba un mojón. No me caían bien, hubieran mentido sobre la muerte de sus padres para conseguir un favor o escupido sobre su mejor amigo para lograr un cumplido de las autoridades. No me interesaban. Lo único que me interesaba era lo que veía atropellándose por sus cuellos y brazos. No fue rápido, ni fácil. Pero desde que comencé a hablar menos y, por eso, recibir menos palos, las cosas mejoraron. Para cuando me dieron el alta, ya sabía qué era lo que veía y, si hubiera sido una mejor persona o alguien a la que le importara el avance de la humanidad, habría seguido una carrera médica o me habría interesado por la investigación científica. No hice nada de eso; además, estaba convencida que cualquier cosa que dijera, por más que aportara pruebas, sería desechado. Tenía un don, no cientos de páginas de pruebas aprobadas por el FDA. Y ni siquiera era un don, no sabía qué tenía. Quizá algún día alguien vendría a reclamar lo observado.


Opté por vivir con ello, una se acostumbra a todo. Y todo estaba bien, de verdad, aunque mientras pidiera una libra de patatas en el mercado, viera mucosidades verdes que atrapaban los glóbulos sanos de la persona que tenía enfrente (y supiera que era cáncer, que estaba avanzado y que la mujer no ganaría nada sabiéndolo porque ya era demasiado tarde). A veces, cuando notaba los inicios de una enfermedad y pensaba que la persona podía hacer algo al respecto (como escuchar a un extraño y creerle lo suficiente como para llegar a un doctor a tiempo), abría la boca. No lo hacía demasiado seguido, me habían zarandeado, insultado y golpeado lo suficiente como para recordar que a nadie le gusta escuchar malas noticias y que si en algo nos distinguimos de los demás seres vivos en el planeta es por nuestro alto grado de negación. No, no y no. Era lo que más escuchaba cuando aún pensaba hacer una diferencia. Traté de olvidar, de llevar una vida normal, de tener relaciones, trabajar, armar una familia. Fracasé en todos mis intentos. Es fácil hacerlo cuando a tu lado pasa una feria de carnaval de bacterias, virus y células atrofiadas que, con solo atraparlas a tiempo, podrían revertir su carga mortal. Solo que, nadie quería escuchar. Me olvidé de una vida ideal y comencé a trabajar en un gimnasio. Mantener el cuerpo ocupado, calma la mente y la carga adicional de oxígeno, endorfinas y adrenalina hacía que, por una vez, todos fueran iguales y que yo  lograra olvidar las diferencias. El superávit de información llegaba a un punto neutro que me permitía respirar en paz y yo lo aprovechaba al máximo. En ese grado cero de conciencia no me hubiera parecido raro levitar. Pasaron algunos años, años en que mantenía mis conocidos a un mínimo y apenas salía. Y, aún así, conocí a alguien. Vayan a saber cómo. Fuimos felices (nunca le conté lo que veía) y luego no lo fuimos tanto. Para entonces comenzaba a tener problemas. Cuando uno es joven, la muerte llega por accidente, es un evento extraño y estrafalario. Y yo no preveía accidentes, detectaba enfermedades. Esas muertes pasaban sobre mi cabeza sin ser registradas pero, luego, la gente empieza a enfermar. En un principio sigue aferrada a una estúpida noción de inmortalidad y de que lo que le ocurre a los otros, solo le ocurre a los otros. Hasta que comienza su carrera en picada y tiene que aceptar que solo es cuestión de tiempo. Y acepta en su ignorancia. Yo, en cambio, sabía y no solo eso, lo veía. Y callaba. Eso fue lo peor, no tener con quién hablarlo. No tener a alguien que me diera perspectiva. Uno pensaría que, llegado ese momento, sentiría que tenía una cierta ventaja sobre los demás. Que sabiendo lo que sabía, ganaría. Que sabría la estrategia a tomar y ganaría años. Bazofia. El tipo de bazofia que uno escucha una y otra vez hasta creer en ella. El tipo de bazofia que repiten en el cine y reproduce la televisión. Bazofia que anestesia contra la reacción más lógica. Quiero decir, si el discurso del Hombre Araña no me logró convencer después de escucharlo una docena de veces, con gran conocimiento viene gran responsabilidad, nada lo haría (arrastraba tres veces por semana a mi marido al cine, solo a las películas filmadas en alta definición o en 3D o con niveles nocivos de intervención digital; el acetato no velaba el flujo sanguíneo, el digital lo detenía por completo. Era un alivio ver a gente sin ver sus fluidos; la oscuridad, además,  favorecía que no viera el de los que me rodeaban). Una no gana tiempo, gana ansiedad. Yo sabía qué hacer con mi gran conocimiento. Evitarlo. Y, cuando se volvió demasiado intrusivo, tuve una mejor opción: correr. Que fue lo que hice cuando comencé a percibir los cambios en los pocos, íntimos, amigos que tenía. ¿Qué? ¿No era suficiente notar como su piel se volvía ceniza, sus párpados caían, su  pelo raleaba? ¿Tenía que llegar a señalar sus fallas? ¿Señalar a esos cuerpos queridos que rechinaban antes de fundirse? No, claro que no lo iba a hacer. Ni siquiera tomé una decisión y la seguí hasta sus últimas consecuencias. No, una noche salí a la zona a caminar, fue una caminata larga, me perdí por sus callejones más oscuros, dejé el circuito turístico, fui asaltada por cuatro bazuqueros y abandonada cuando vieron la intensidad de mi mirada.  Cerca de las dos de la mañana lo encontré, supe que era él antes de que me atajaran las pequeñas bombas de tiempo que recorrían su cuerpo como un abismo. Había sido precioso, aún se podía notar. Sus pómulos seguían sujetando de una forma exquisita a su piel y cuando lograba olvidarse de sí mismo, sus ojos brillaban como estrellas sumergidas en una laguna sin fin. Solo que ahora, al avanzar, se aventuraba hacia un barranco oscuro y nadie lo miraba a los ojos para evitar sus heridas y los rostros giraban asqueados apenas lo distinguían. Sentí esas puñaladas, una a una, como las sentía él. Me acerqué y le invité a un trago. 


Buscó un rastro de burla, algo que me delatara y solo cuando se aseguró que nada de eso acompañaba mi invitación, aceptó. Fue fácil olvidarme de las minas multicolores que recorrían su yugular, su piel era tan fina y delgada sobre su rostro que toda su cara se iluminaba como el techo de una feria de pueblo. Ya lo dije, lo vuelvo a repetir, brillaba (tanto o más porque estaba a minutos de extinguirse). Hacía mucho tiempo que no escuchaba el genio de alguien desenvolviéndose con tanta ligereza ni me reía con tanta fuerza. Sus defensas acabaron por caer y, en este mismo momento, no sabría decir si acerqué mi mano a su rostro porque quería precipitar mi caída y llevar a todos los que quería conmigo o, solo me dejé llevar por el momento.  Cuando metí mi mano entre su pelo y parte de él se quedó en mis dedos, no me asusté. Simplemente dejé de hacerlo y tomé su mano. No sé cuánto tiempo pasó antes de que estuviéramos dentro de la habitación de un motel. Una vez arriba, paramos, pero él necesitaba que alguien lo acariciara y yo, no sé qué necesitaba. Pero sí sabía qué quería y el ambiente era demasiado sórdido como para  obtenerlo. Lo saqué de ahí, lo metí en mi carro y lo llevé a Papallacta. Llegamos de madrugada y nos metimos en un lecho de agua caliente donde la temperatura rondaba los cuarenta grados e hicimos el amor hasta que salió el sol y las puntas nevadas de los Illinizas sobrevolaron las coronas de nuestras cabezas sin que se nos ocurriera parar. No cogimos, no lo hicimos porque antes de comenzar me miró a los ojos y preguntó si quería que usara un condón (ya sabía la respuesta, había visto mis ojos). Lo dejé donde me dijo que lo dejara al volver a la ciudad y me dio su teléfono. No pidió el mío.  Los días siguieron y a la respuesta previsible de mi marido, que reclamó y me insultó, siguieron días de reconciliación. Con él sí cogí, como si no me importara, como si lo que hiciera, lo hiciera una demente con Alzheimer que no recordara nada de lo ocurrido días atrás. No hay manera de reclamarle a un enfermo de memoria, es como lanzar un plato de mierda contra un ventilador. Pasaron los días y llamé al hombre, que no dejó de toser durante toda la conversación, quedamos en un hotel-restaurante hundido en las entrañas del Pichincha.  Cerca de la boca del volcán le conté lo que veía, lo que veía todos los días desde hace treinta años, y pedimos una habitación. Ató un pañuelo sobre mis ojos y amanecimos juntos, latiendo como dos bombas de tiempo. La suya detonó primero. La siguiente en explotar fue la de mi marido, a la que siguió la de una amiga distante que nos visitaba cada fin de año. ¿Quién lo hubiera creído?




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