martes, 26 de marzo de 2013

¡ALBRICIAS!


por Ramón Masca (recordando a Aldiss)
La Física Cuántica pudo ser lo mejor que le pasara a la literatura en el siglo veinte: todas esas fórmulas de partículas y ondas incomprensibles para el vulgo y que justo por eso —por ser vulgo— permitían dar sustento a cualquier cosa —obsérvese: no digo «prácticamente cualquier cosa», no digo «casi»— ya que nadie iba a sorprenderse tanto como para salirse fuera de la lectura de tus novelas si antes le habías ofrecido una explosión atómica lo bastante potente —cinco mil Nagasakis (Ngs), por ejemplo, equivalencia: un centenar de megatones— que creara mutaciones en la carne y aberrantes guiños en la polaridad magnética del Tiempo a través de los que desembocara cualquier posibilidad;
aún así, lo que ocurrió, en verdad, fue que los escritores fuimos, somos y seremos una gilipollesca mayoría en todos los siglos —no me veréis jamás poner literatura con mayúsculas— y no se molestaron en hablar de hongos nucleares si no era con miedo, ni en mirar los espejos de Einstein y Schrödingen y Fermi si no era para lanzar parrafadas legañosas de padre de familia acojonado o adherirse al entusiasmo imbécil de quien escribe ciento veinte páginas a la semana por noventa francos para poder comer a cambio de prestarle el culo al monstruo de los kioscos y las paranoias e ignoro si he hecho bien el cambio folio-por-divisa-gala pero me da igual, no es relevante para lo que estoy diciendo: que se despreció una oportunidad inmensa para hacer las cosas bien desde el principio y no lo arregla en absoluto que yo venga hoy y con un triste centenar de líneas mal apretujadas en un solo párrafo —una falsa única frase— me ponga a mostrar cómo tenían que haber sido las cosas hace sesenta años, cuando a la gente no le daba  aún por estudiar en masa la Física Cuántica —en rigor, mecánica ondulatoria— y no podría reprobarte lo imposible que es que un centenar de megatones estallados en la atmósfera justo sobre tu cráneo, primero, no te maten hasta los enlaces covalentes, y, segundo, te reenvíen —bueno, no a ti exactamente, sino a tu alter ego porque esto es más ciencia ficción que otra cosa: pretende un mínimo de verosimilitud de la que carecen los meros juegos letristas— a Dinamarca en el cuarenta y siete como un mail no deseado que Louis Ferdinand-Céline recibe a su puerta en el evidente estado de que se acaba de dar de hostias con una mujer, hala, el vívido zarpazo carmesí le cruza la mejilla hasta amenazarle el parpado arrugado y ya de por sí bastante sonrosado y tú, por boca de tu personaje, obvias la lesión y le pides asilo, en el pueblo te han hablado de él, oh compatriota —aunque tú, que narras, no eres francés, no hablas francés y no tienes ni puñetera idea de cómo trazar en un mapa la ruta de escape tras los bombardeos de París, huyendo de la nube radiactiva y de los rusos a los que no les importa que se les caiga la polla a cachos, siempre que haya tenido antes a su alcance un orificio por donde meterla— y de su ingente colección de vinos que llegaron en cajas especiales manufacturadas para un oficial del Reich al que venció el pánico por el avance de los aliados justo antes de que el Führer diera las órdenes de contraatacar con el nuevo armamento y, joder, no es que a nadie nos resulte el Hitler simpático, pero aquello fue un auténtico golpe de efecto militar; lástima que los americanos aún tuvieran tiempo de capturar un par de lanzaderas —los cohetes, en pañales por entonces y de alcance restringido— que apuntaban a Inglaterra porque, a la postre, cepillarse la Francia germana en represalia por Londres y Yalta no sirvió de gran cosa y Alemania se sacó de la manga unos tremendos bombarderos con alas en forma de delta y a tomar por culo Wahington, Moscú u otras ciudades cuyo nombre no viene ahora al caso y sólo sirven para gastar folio mientras Louis-Ferdinand Céline te hace pasar a su casa y cacarea alguna rasposa frase en alemán a la mujer rubia que se asoma desde la cocina, los ojos de matrona inyectados en sangre te revelan que, seguramente, es la mujer del oficial del Reich, pobre cornudo atropellado —confiesa tu anfitrión tras cinco horas de bebercio— por  una ambulancia robada a la que no se le echó el freno de mano y se deslizó en pendiente, si bien no tan rápido como para que la muerte fuera instantánea: hubo que rematarle; «lo hizo ella» te susurra, agarrándote con mano fuerte como lo que es, un cepo, uno oxidado y más letal que las bombas nucleares, a la hora de evocar y te obliga a girarte y la corpulenta, que no gorda, hembra sigue ahí, mirándote, en silencio, claramente evaluando la necesidad de descerrajarte un tiro a ti también, que ya hablas alemán —pero que no lo hablas— y en alemán brindas por su valor, y el gesto idiota es lo que te salva el pescuezo y te asegura un lecho por el siguiente par de noches, hasta que acabáis las botellas y tú vas tan cocido que tienes que salir a echar la raba afuera, a la noche, y después ya no te dejan volver a entrar; Louis-Ferdinand Céline te llama desagradecido —como si los vinos nadie los meara— y la mujer algo que sólo es traducible por «Pollaminusculapeludaydescapuchada» —hablaba de oídas, por supuesto— y tú arrojas puñados de nieve, de esa que es oscura y cálida como la ceniza porque trae memoria de las bombas, apuntas a la casa despiadadamente y revientas una ventana; entonces ves por el vidrio que se asoma el cañón de una escopeta, así que sales por pies y bah, no es nada, tres días más tarde vuelves con unas cuantas botellas de lo que te han dicho que es calvados y te reciben con los brazos abiertos —ella luce un moretón en la mejilla, a él le han arrancado un magnífico mechón de pelo—, coméis y bebéis de nuevo, pero os sucede que el calvados es una gran mierda de licor y suelta mal la lengua: tu acabas contando la historia de tu vida hasta llegar a Dinamarca y Louis-Ferdinand Céline se emociona, se pone a llorar en serio porque la historia de mi vida hasta llegar a Dinamarca es tan intensa —triste no, emotiva— que se merece un cuento aparte y, aquí, el limitarte al fuerte abrazo y los besos viriles, muy franceses, que te ofrece, Louis-Ferdinand Céline, solo interrumpidos por fuertes aldabonazos en la puerta de madera recia con groseros clavos de metal que la alemana trato de acallar con un berrido al tiempo que descorre los cerrojos —el célebre escritor exiliado no te suelta, ni siquiera cuando empiezas a tratar, verdaderamente, de zafarte, que le gritas: «viejo, que tienes visitas», ni por esas— y sigue lo que tiene que seguir en estos casos siempre: que la monstruosidad hija del átomo de turno trae su ejemplo: unos soldados soviéticos redivivos con pollas enhiestas como perrillos de las praderas comandado por el cráneo reventado y refulgente, nuclear, del esposo de la  alemana que ahora, justo ahora, se pone a cantar un lied , o lo que a ti te parece que es un lied porque está tan histérica que le falta gravedad, prestancia y esas cosas que podrías apreciar si Louis-Ferdinand Céline no te estuviera arrebatando el aire con la presión ejercida sobre tus costillas, al punto de que un par de ellas crujen y bendicen tus pulmones con astillas; así es, el muy cabrón retortijándote por dentro para que te preguntes qué cojones significa todo esto, cuántos megatones hacen falta para acometer el santo guiño de rebobinar el párrafo y hacerse mierda, esputos o el esófago tronchado a un lado, mientras te sujetan en el otro y con ello obtienes la memoria demorada de lo cierto aplicándose a darte bien dado por culo hasta inventar de nuevo el fuego con tanta fricción de entraña.

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