por Marco Antonio Raya
El enorme lagarto espera una intromisión real de los párpados
nucleares de la Monstruo-niña pus, porque enarbolados e introducidos con la
adecuada presteza, salvo mandíbulas, crearían el famoso efecto “paraguas
abierto dentro de la casa” y podría ser enviado de vuelta al hogar, tan lejano
ahora, tan añorado, reptil, el hogar.
La infección que es los ojos de la pequeña, camina con vaporosas
alas extendidas, una lechuza de metros y gasa orgánica de puro remordimiento, significante
de sus propios padres que le gritan: tú no puedes, tú no eres hija nuestra,
pequeña perra, pero ella va y se entera de la misa la mitad en medio de la kata
sagrada del golpe inverosímil. Porque lo ha hecho, como se esperaba, sin saber,
sin conectar la cabeza con el plano terrestre. En medio de la proyectada
infección que sorprende, aún deseando, al cocodrilo mutado, carne y cerebro
alterado genéticamente a su pesar.
Posición de lagarto, pues, que espera el golpe de gracia de la
colonia milenaria de bacterias que acometen el torrente de su sangre, en el
placer aeróbico de una risa medieval. La niña aún no sabe cómo ha podido
alcanzar este punto de la historia, este golpe a su infancia. No lo ve. Sus
ojos han sido sacrificados para el arma perfecta de esta mierda de guerra. Una
batalla invisible que nadie está viendo, agarrados todos a sus sexos, a sus
hijos. A sus miserias. Todos chupando en casa las cabezas de los conejos que
desearían triturar.
La Monstruo-niña y el Lagarto terminan destrozándose las bocas. La infección corre a sus pies y los testigos que no son le llamarán a eso la lluvia. Lluvia que se ha de beber. Agua que ha de germinar. Sacrificios inútiles para millones de cerdos que viven en una dimensión paralela, ajenos a esta dinámica de dioses infinitos.