domingo, 3 de febrero de 2013

AZURIA



Encajaba todo, y según el otro alzó la cuchara para interponerla en el caudal de sus miradas como el plateado mascarón de un barco pringado de vichyssoise, esto es, un claro síntoma de lo que él mismo había anticipado minutos antes en un aleteo de estrofas medio cascadas ―porque no hay viento del Sur― medio burlándose al tiempo de la liturgia admonitoria y pánfila de los comienzos, Bruno comprendió que, por fuerza, la historia tenía que arrancar con aquel sobre azul tan en apariencia inocuo, pues estaba vacío.
Raquel, la chica del bufete madrileño a la que, técnicamente, él acompañaba como 'asesor' por parte la empresa ―pero  era incapaz de obviar el hecho de que apenas tendría un par de años más que Nicole, dolorido aún más por el hermoso atrezo de diplomas en la pared del despacho donde se conocieron― se lo había mostrado de pasada entre el fajo de cartas con el membrete y el remite de la Central cuando, para ponerse en situación, habían pedido copia de todos los intercambios legales entre la dirección de la planta de Alcalá y la gente de París en los últimos dos meses; era escaso el volumen de papel, de todas formas: a Bruno no dejaba de sorprenderle la desprendida confianza de la parte española en los medios digitales.
―¿Y esto? ―preguntó con voz no demasiado en alto, no verdaderamente interesado; un sobre solo sin nada dentro, a fin de cuentas, entre tantos de otros ellos repletos de legajos y firmas temblorosas, exquisitas justificaciones de los márgenes de producción y subrayados más y más dramáticos, según se iban acercando las fechas a los varios sismos trimestrales de oficina que sepultaban el azul y cualquier otro posible modo de tonalidad bajo un color beige reciclaje, el que supuraba el resto de la correspondencia que ella le fue dejando en las manos, sin mirarle siquiera a los ojos.  
―Aunque te acuerdas bien de ese ―le dijo el hombre frente a él, la cuchara cada vez más elevada hasta ocupar una óptica posición estratégica para convertirse en algo así como un parche cicatrizándole sobre el párpado izquierdo; «jodido pirata», eso es, pues, lo primero que se le deslizó a Bruno por la laringe musitante, si bien la boca, rigurosa y apretada con la vida propia que tienen los gestos determinados, lo refrenó; al tipo este le conocía, se había dicho, de verlo caminado arriba/abajo por las calles del Casco Antiguo de la ciudad, entre los regueros de vaho y bultos de este febrero, bajo alguno de los inciertos soportales de las tardes/noches subvencionadas por la generosa inyección de un Ayuntamiento eminentemente turistificado.  
―¿Tienes unas monedas para cenar? ―le había espetado en la primera o la segunda de esas; Bruno meneó la cabeza y apartó la vista, no es capaz ahora de reconstruir exactamente la mímica de la negación y del breve rodeo operado bajo el influjo de aquella expresión, glauca como el fondo de un desagüe, hostigándole todavía unos instantes antes de saltar al siguiente transeúnte en un destello de aguijón cegado.  
Los días en esta ciudad sufrían de un mes de sol corto y afilado, que se aliaba con el alumbrado público para combarse en una luz de efectista gran angular, justo a partir de la hora que Bruno había escogido para dar por terminada su inicial visita a la fábrica, el hosco cuchicheo todavía rezumando por el aparcamiento que los trabajadores del turno de tarde despejaban tras una de las pausas de veinte minutos, obsequiándoles con una antena retorcida contra el capó del Opel que les había traído, ahora como una ramita muerta que a él mismo no debió de importarle mínimamente, teniendo en cuenta que se trataba del coche de Raquel.
―¡Pero qué hijos de la gran pu...― la oyó exclamar en un registro generoso de agudos, al tiempo golpeándose la cadera con las llaves a modo de pandereta, la piel del cuello y las mejillas salpicadas de rojos que estallaron bruscamente cuando descubrió la perplejidad entre severa y divertida de Bruno, para dar paso a una uniformidad del rubor más recia, decidida y, mal que le pesara advertirlo, evocadora ― ...ta!
El que hasta ahora había creído sólo un viejo yonqui ―«busquémosle rápido un mote», se dijo, y daba lo mismo, insistió, que el tipo ya se hubiera presentado y un nombre sume más fuerza que un mote y que toda fuerza sea magia: hay que tener cuidado― parecía empecinado en relatarle el curso exacto de cada uno de los acontecimientos de los últimos días, confirmando que de alguna manera lo habían estado registrando todo; claro está, sin abandonar ni por un instante la mostrenca teoría del color emperrado que andaba en venderle, una ideanevidentemente delirada, si bien coherente ―«eso también, ¡qué menos que reconocerlo!»― con la representación del sistema circulatorio humano en los libros de texto.
La sangre roja es la que reparte el oxígeno y los nutrientes por el cuerpo a través de las arterias, mientras que las venas recogen los deshechos de las ósmosis y el dióxido de carbono expulsados por las venas y de las que el cuerpo necesita deshacerse; el azul es la tonalidad del excremento... — y dejó de escuchar y volvió a maravillarse: sí, todo encajaba, igual que el tibio impulso que sintió de ser hacerles las cosas un poco agradables a Raquel nada más subir al coche, ella ya visiblemente avergonzada por su lapso de cólera tamaño estándar a raíz de una reparación que no costaría más de treinta y tantos euros.
―Por esto suelo conducir de alquiler ―empezó él, rememorando a la vez tiempos más interesantes, qué duda cabe, en tournee por las plantas que iban de Lyon a Marsella... ―Lo siento, ha sido culpa mía― añadió con una media sonrisa que sirvió como práctica para el inesperado resbalón de las mejillas sobre su enjuto rostro, bronceado por el sol irónico y oblicuo del final del invierno, o al menos así lo creería horas después viéndolo reflejado en la banda magnética  de la tarjeta de crédito con la que pagó, en este mismo mesón junto a la Plaza de Cervantes, una cena que Raquel terminó de engullir con una generosa guarnición de verdaderas carcajadas de seudocomplicidad.
Que la palabra clave en lo anterior era mismo, no pudo dejar de constatarlo al arreciar el reflujo de estas imágenes solas —huérfanas del tacto o gusto— sin duda por culpa del hombre sentado frente a él, por más que se dijera entonces a sí mismo que la parte del león del asunto de aquella velada con la abogada sólo había sido definir la estrategia cara a la crucial toma de contacto con el Comité de Empresa, convocada para la mañana próxima con arreglo a un escrupuloso manual de batalla contrastado por lo empírico de décadas de pura praxis, y que la charla con el bando de los ejecutivos locales no había hecho más que revalidar.
A éstos no les guardó ni medio minuto de cortesía antes de espetarles que no estaba allí para escuchar juegos de trilero sobre horarios revoltosos y caóticas líneas de producción, ni siquiera para explicarles el pacto que, si había suerte, podría salvar también algunos de sus culos ―«ella es la se sabe el Código Civil, no yo», señaló, sentenciando a Raquel con la cabeza―; no,su única función era saldar el asunto de la manera más ventajosa posible para la compañía, lo que era «muy, muy cómodo, señores»ya que le ahorraba tener que cargar con el bienestar de nadie más sobre su espaldas ―«acabáramos»―; y todo ello a lo largo de un speech muy correctamente declamada y entre rigurosas entrelíneas, por supuesto ―«cuidado siempre con las grabadoras», remató.
Le confesó a ella esa noche que el discurso lo había calcado de una película de Kirk Douglas, forzando al máximo su mejor acento del París cerrado, lo que ella acogió medio atragantándose al acordarse del jefe de grupos, el tal Félix, cuando empezó a chapurrear en un francés sumiso de cursillos a distancia para recibir a cambio uno acelerado cual subatómica partícula que hizo que se le crispara hasta el negro de las pupilas, humedecidas al borde del llanto o de los glaucomas de la embriaguez.
―No tenía por qué saber que mi familia es española ―replicó Bruno, en la punta de los escalones de la lengua despeñándose el «es mi familia... era» y con ello las historias de la(s) Guerra(s) y la pensión «de mierda» que la veterana invalidez en el combate les legó, las cenas bajo los sesenta vatios de una bombilla embadurnada de nicotina y ámbar en el cuarto de estar, el padre con el mentón hincado sobre la radio de bujías, venerada fósil en los días en los que locos pelirrojos hacían arramblar soflamas vestidas de su eco a arena y socavones, y luego también él mismo rumiando acerca de sus trabajos nocturnos para pagar lo que sus semibecas no alcanzaban, tan hirientes esos nítidos ochentas pre-europeos que para Raquel no tendrían por qué haber dejado más huella que uno de esos terrones de azúcar que, cuando niña, no podía dejar de chupar; esto lo adivinaba retomando inevitable la comparativa con Nicole.
Y es que su hija siempre cabeceaba con tibio interés desde la foto en la pantalla del teléfono cuando lo sacaba del bolsillo para marcar un número con tres dígitos de más, pero seguía respondiendo con el hipido estéril que concluía la señal de número ocupado un morse con ansia de perpetuidad, adherido como un moho azulado y purpurín al estribillo que su niña cantó y para siempre cantaría en aquella obra tan tonta y un libreto que ni pudo recordar entonces, hace ya más tiempo de lo recomenzable, «es lo que tiene ser padre..― así que devolvió el aparato a su escondite de la chaqueta y enfiló con las manos en los bolsillos del gabán hacia las calles céntricas, pues era pronto en la noche, no había gran cosa que esperar.
―¿Eres el mismo ahora que me he cruzado en esos paseos? ―rompió su interlocutor, la barba deshilachándose en largos coágulos negros bajo su mentón, trazando una red de fisiones que recibía su eco en los párpados abriendo/cerrándose de Bruno, quien se sentía arrebatado de su derecho íntimo a dudar, crispados los nudillos, sí, pero en un arrebato, por lo demás. repentinamente enclenque, dulcificado: exactamente el que padecería un alumno zen dándose de bruces con la inasible magnitud sin solución del koan que acabara de arrojarle su maestro... y con este ejemplo repentino en primer plano dentro de la cabeza se reponía, a partir de aquí las palmas de ambas manos, volviendo al contacto con el mantel rugoso, justo cuando lanzaba su respuesta, no por desesperada, interrogada, menos válida, «porque no vas a convertirme en un tópico, cabronazo»:  
―¿Qué sabías tú de mí entonces? ―al tiempo que pensaba, escarbaba, deducía, intuía pautas de voz, gesticulaciones, quizá aquel bizqueo tenue o los tatuajes en sus muñecas, cualquier cosa, lo que fuera que pudiera tener algún tipo de valor mesmérico, ya que de eso se trataba, se lo olía, de una bastarda y confirmada sesión de hipnosis que había arrancado días atrás con aquel sobre y ahora se aproxima al clímax ―«estate bien seguro, mes ami, si no no habría historia y yo he leído mucho de estas cosas»―, aún sin saber en qué se supone que va a quedar la patochada, pero es que cualquier otra alternativa no sería, sencillamente, normal; «porque si no, ¿cómo es que no te levantas y te vas, así de claro?»  
Esto fue suficiente para que el pánico se disolviera lo justo para que Bruno regresara a aquella noche reviviendo el sosiego que le guió hasta la habitación pagada para cuatro o cinco días más en el nuevo parador de la ciudad, sólo a medias inaugurado, poseído del espíritu del celofán y de la silicona en las junturas de las losas de grafito decorando las paredes.
―Toda una ganga, en serio ―le explicaba a Bertrand a la mañana siguiente; el auricular del móvil emitía su calor triste contra la oreja húmeda tras la ducha, abrochándose la camisa con una sola mano y desprotegido del cuajarón de microhertzios del minúsculo aparatito a los que, casi considerándolo un asidero de esperanza hipocondríaca, achacó el crudo borrón que se dibujó en el reflejo de la cama contra el espejo al ir a agacharse para recoger una corbata que a punto estaba de ganarse el título de surrealista, por lo esquiva, pero que al tirar de ella resultó que...
―¿Carna? ¿Oye? ― y sólo su propio apellido repiqueteando al otro lado de la línea logró hacerle pestañear, sacudirse del «lo veo, no lo estoy viendo» que durante un par de segundos, ni una milésima más de la cuenta, le tuvo con una rodilla hincada en el colchón, la culebrilla flácida de seda en la mano, libre ya de aquella ilusión que la había aferrado con los dientes claros y apretados; siempre «en plenitud de la apariencia», claro, sí, no habría jamás duda de esta falsedad, su ergo olvidable.  
Raquel le recogió media hora más tarde, el café todavía abrasaba su aliento, así que Bruno apenas abrió la boca para elogiar el gris marengo de su traje de falda ceñida y chaqueta de corte sobrio, regurgitando para sí las instrucciones recién recibidas, igual que ella estaría haciendo con las suyas propias, con toda seguridad resumidas en: «escucha al señor C., no le discutas, nos jugamos mucho en esta cuenta»; se llevó la mano a la altura del pecho, donde abultaban igual de afilados que ineludibles la libreta y el bolígrafo que tan sólo iba a necesitar.
―Por supuesto, era un bolígrafo de tinta azul ―y era la primera vez que veía sonreír a este huésped insólito, coincidiendo con la llegada del segundo plato, un cuajarón de carne en medalla que el camarero depositó frente a él con la misma naturalidad con la que le tomó nota y, más antes, colocado la silla y ofrecido un vino de seis años.  
―Los antiguos britones también se embadurnaban en glasto antes de entrar en combate, según juraban los cronistas romanos, lo que permitió a Fort introducir entre sus Hechos Condenados la famosa broma acerca de que los primitivos habitantes de las Islas a las que bautizaron eran hombres de verdad azules, caídos de un supercontinente que tenía que llamarse, cómo no... ― si bien Bruno, que asistió a esta frase empezando, como hubiera hecho cualquier otro de nosotros, por imaginarse el rostro pintarrajeado de Mel Gibson en Braveheart, para a continuación erguirse en la silla porque volvía a no saber «de qué coño» le estaban hablando y sentir la incomodidad atorándose en su tráquea como una ardiente burbuja de gas, se preguntó, por ejemplo, hasta qué punto seguía bajo la influencia de la excusa del sobre azul que, también ―«ay, y si era así...»― se le antojaba tan carente de probabilidad como la misma situación en su conjunto.
Tal vez consistiera más en las secuelas de alguna especia psicotrópica, en algo feroz y escondido en los posos de los vasos de plástico que le fueron sirviendo en las sucesivas reuniones con el comité de empresa para que los vaciara de contenido y estrujara con displicencia ejecutiva mientras Raquel hacía estirase y contraerse el meloso acordeón de días por año trabajado que la gente de París les había prestado para que jugara.
Ellos eran trece, un número dolorido y violento ―anotó― que vivía ajeno a la política pactista de la responsabilidad social corporativa, soñando con huchas quebradas en las calles y plazas, pancartas hechas con embalajes y palés, cortes de carretera, solidaridad de las autoridades locales que prometían su apretón de manos siempre que hiciera falta, salvo en lapedrada, «la pedrada hay que huir de ella»; Bruno había leído miles de indignadas declaraciones a  periódicos en su vida, y estas dos horas casi le mataron de aburrimiento.
Tras el primer envite, cuando las dos posiciones estaban ya sobre la mesa enhiestas como sables de kendo, sólo tenía una lista de nombres que encima ya conocía y ganas de estirar las piernas ―dijo― por el piso de las oficinas en la nave; ojeó los tablones, las listas de turnos irrelevantes para él y folletos sindicales recién claveteados como mariposas estériles, pequeños dragones cazados en su vuelo por el Corredor del Henares... hasta el golpe en la cristalera que rodeaba el recinto: vio asomarse la cabeza rubia de una de las administrativas, sus ojos en colisión reflejaban la raíz cuadrada del pánico, las voces al otro lado, llamando desde la nave: «vosotros también salís, vosotros, también, vosotros también...»
Calculando bien los tiempos y con la memoria de todas las contraseña a su favor, no hubo problema en escabullirse en uno de los ordenadores y dar con la aplicación exacta que necesitaba, medio minuto, meter y cruzar datos, deducir a cuál era al que debería prestar más atención, marcar el asterisco en su libreta, darle a la x de la ventanita, al close/don't save, y salir justo para que Raquel le encontrara en el pasillo, las mejillas arreboladas en un qué-estaba-pasando que delineaba un pálido tatuaje.    
Podían verlos desde la ventana, saltando en una coreografía de uniformes de trabajo en tonos ―cómo no― azul oscuro; Félix, el amigable, les había contado el día antes lo de los paros y que los trabajadores de la mañana, los más numerosos, salían a cortar la carretera poco más de media hora ―«no se preocupe, monsieur, la policía está al tanto»― con pitos y algaradas, hasta diminutos megáfonos; daban un par de voces a los de la oficina, nada iba nunca más allá del ruido, se jactó el tipo, aunque Bruno no le rió la gracia y sospechó que Raquel estaría temblando a estas alturas de nuevo por su coche, pese a haberlo aparcado en el callejón paralelo del polígono.
Esta vez no la entretuvo, se encerró directamente en su cuarto sin pararse a almorzar y sacó el portátil del doble fondo de la maleta, la cabeza todavía llena de los titubeos de ella preguntándole si le parecía bien subir por encima de los cuarenta días y él encogiéndose de hombros: era lo normal, se habían dado cuarenta y ocho horas para pensarlo, no quedaba sino esperar.
A la tarde, mientras se bajaba el resto de los números que necesitaba ―identificación de sucursales y comisiones― a través un servidor perfectamente cotejado, con origen en Singapur y escalas en Bélgica y Marrakech, de lo mejor en vertiginoso y barato que la cautela invita a pagar, dirigió un par de miradas fugaces al cabecero de la cama, entre aburrido y perplejo, sin una real inquietud aquejándole por mucho que antes hubiera ocurrido aquello que no podía haber ocurrido —tú entiendes, ¿no?
―¿Y qué tenía que preocuparte? ―jugó su turno el tipo cuya cara era cada vez un ramillete de pólipos negros que devoraban la atmósfera traicionada por el humo del cigarro de Bruno, disciplinados y afilados todavía ―imaginó― a pesar de los manchurrones de canas y pequeñas calvas según subiéramos por la mejilla; empezó a detallar punto por punto cada instante de la entrevista que tuvo lugar en la cafetería del Parador, el muchacho cabizbajo y huraño mientras nuestro héroe la palmeaba la espalda, sabiéndole desprotegido de la mesa y del anonimato del bloque en azul tras el que se les había encarado sólo unas horas antes.
Fue en todos y cada uno de los sentidos de la palabra melodramático, asegurándole que le entendía, que en lo suyo eran iguales, que había hasta un diagnóstico clínico descrito por un instituto de Lyon para la ocasión: ambos se arrastraban bajo el conocido como síndrome del jinete cansado ―«el culo pegado a ese bronco animal, la vida, que parecía dejarse domar y a la mínima te arrancaba media cara de un bocado»— y no pedían más que aquello a lo que tenían derecho, «en tu caso un colchón al que sumar la casa, una novia», una o dos putas certezas para ir tirando de las riendas que, si las cosas salían bien, acabaría mullido con casi seis mil euros extras al año y el puesto de ese cabrón el Félix, que tantísimo os ha vendido.  
―Perdóname si me excedo ―susurró el Viejo Yonqui, tras relatar su peculiar versión de lo anterior con una voz en falsete capaz de pinzar hasta las vértebras más gloriosas de los «Broncos Becerros que creía adivinar en su reproche durante una lenta cocción al Horno de los Hechiceros», colocando las tildes de una manera casi visual, como con piolet, hincando por ejemplo la de «Félix» con un graznido traducido en una sacudida de la siniestra que aún aferraba la cucharilla del café ―«¿o era a la inversa...?»  
Bruno empezó a sentir ese sordo mareíllo occipital, de nitidez escasa pero perfectamente descriptible para aquellos de nosotros que hemos conocido el aura previo a la migraña o la insobornable costra de un narrador omnisciente regurgitándonos una y otra vez a lo través de sus ocho grandes estómagos de rumiante, uno tras otro, en una madeja cuyo destino final va a seguir siendo a pesar de todo Su Recto Final, el azul.  
También borrones, baldones, garabatos, tordos o manchurrones de vago azul, aquellos pequeños ―a estas alturas ya plurales, efectivamente, y en una progresión más, cada vez, geométrica― incidentes que rompían su respiración de rato en rato, susto, el refilón de una obesidad minúscula, desproporcionada, humanoide que rodaba por mesas de cafeterías y quicios de las puertas ―«¿dónde me he dejado el bolígrafo, dónde los calcetines, el paquete de pañuelos de papel?»― amontonándose en los retrovisores de los coches aparcados a su paso, y también balanceándose asomados sobre los canalones que delimitaban los soportales, sin «ni una triste risotada» nunca, un graznido tibio: el silencio retorciéndose en una cursivas que siquiera el hombre que tenía ahora Bruno frente a sí podría emular, por mucho que crujieran verbos y complementos ralamente tostados por las circunstancias del espacio, el tiempo y el lugar.
Otro de los del comité amenazó con golpearle cuando le abordó, Bruno hasta le vio venir con la mano alzada, tuvo que cambiar el peso de los talones a las puntas de los pies y tensó los hombres; había cometido el error de esperarle en su portal para cuando volviera a casa del turno de tarde, había sacado ya las llaves cuando le reconoció y amagó con convertirlas en una tintineante cuchilla, pero en el último segundo ―«ejemplar dominio del cliffhanger», apostilló aquí la «némesis» sorbiéndose la nariz reseca― el aire aflojó la garganta y cayo el bulto apenumbrado del nudillo a pocos centímetros de su cara.
Lo único principal del rito era hacerlo cara a cara, sin ya intermediarios digitales ni la cómoda trinchera de la mesa de una sala de juntas: las llamadas podían colgarse, las líneas verse cortadas y las palabras reenviadas sobre un texto plano propulsado a la velocidad del arrebato de la pusilánime honradez, esa ecuación que una Escuela de Negocios en Texas nos ofrecerá algún día de manera irrebatible y devuelva quizá la Física Mecanicista al primer plano que nunca debió abandonar; pero hasta entonces todo es puro infuso e intuición que también muerden el amargo cigarrito que se sentó a fumar junto a las viejas murallas, reducidas en esas semanas a un estrato gelógico para postales envuelto por andamios de restauración y mallas verdes ―«color que es, en resumen, un azul puteado», según se obligó a calcular—.
Volviendo al ritmo, Bruno aún que asistió en silencio a la ceremonia de la firma, sentado en una silla plegable que alguien tuvo la amabilidad de rescatar del cuarto de las fregonas y desde su aburrida calidad de testigo, mientras el portavoz del comité ―cuarenta y nueve años, tres hijos, la mediana no acababa de entrar a trabajar en la fábrica ni medio año antes― estrechaba la señal del acuerdo con Raquel, atrapados los dos en una mueca de absoluto estreñimiento a punto de aliviarse, una cosa extraña y apocada, pero sin verdaderas culpas.
―Y así salvaste el día ―apuró el raro pozo de caries flanqueado por tentáculos negros que constituía el centro de gravedad de la estructura que sostenía aquellos ojos ―se fija ahora― casi transparentes de puro gris, flanqueados, ah, Abraham, por una segunda copa de licor que llena el disciplinado camarero apostado tras de él, y que no parece sentir ninguna urgencia por la cercanía de la hora del cierre o por el hecho de que son los últimos clientes de la noche.
― Sí, salvé el día ― y el artículo de lujo de la broma se le desprende de la lengua teñida de vino y flota por el aire bendecido por el eructo, antes de que el otro pueda torcer la cara o contener la respiración, y él piensa en las criaturas ―«ahora, no hay otro remedio, debes referirte a ellas con más concreción»― invisibles para el resto pese a escalar las ruedas de las sillas y los reposabrazos, alborotar papeles que ya nadie necesitaba, arrojar capuchones de bolígrafo que erraban todos sus blancos, una presencia alborozada y casi vegetal ―«como sólo lo vegetal puede serlo después de un monzón»― de gorritos elefantiásicos y pantalones estrafalarios ―«mayor concreción, por supuesto, tiene el condenado nombre en la punta de la lengua... o debería»—.
Porque se recuerda también a sí mismo saliendo de la fábrica y su hombro pegado al de Raquel, no había encendido el motor y el tacto de la mano de Félix aún quemándole ―«tal vez se exagere un poco con esto»― la suya con una maldad satisfactoria, seis minutos después de la ardua despedida y sin saber que su nombre era la única aportación que el parco señor C. había hecho para la lista que esa misma tarde empezaría a elaborar la dirección y, de refilón; el rostro de ―otra vez― la chica, pálida y pecosa y algo rubia, los enormes pozos castaños tras una escasa ración de dioptrías, la descripción más amable que sería capaz de ofrecerle.
―¡Qué callado ha sido todo! ― susurró ella con una media sonrisa; el comentario le hizo girarse para mirar por encima de su reposacabezas a la geometría del edificio que perdería definitivamente de vista en cuanto tomaran la primera curva; punzaban sus cervicales con la tensión bostezada y el picajoso filtrándose por las ventanillas, tras las que hasta llegó a creer distinguir silenciosos nudillos, colmillos, tentáculos o dedos gordezuelos como de querubín...
―Nunca fue así, tú estás metiéndomelo en la cabeza ―exclamó Bruno posando, ahora sí, un puño estrepitoso sobre la mesa, las cenizas de los cigarros saltaron como una confitura espolvoreada por el mantel pero al que tenía delante le preocupaban otros asuntos, así se lo hizo saber, como la textura del sujetador, sin ir más lejos, de Raquel cuando la arrinconó contra la puerta de su habitación y sus labios la mordieron igual que las ventosas del Kraken atacando a una Andrómeda catatónica, buscándose un punto de fuga sensorial tras el que  hurtarse a eso que que los ingleses llamarían disgusting ―pura cepa del asco― y  ella, simplemente, con su lengua perezosa y flácida, los dientes apretados, la quijada untada en azul, cómo evitarlo, en una azul de dedos atemorizados y botones a punto de descoserse bajo el embate de ansiosos tirones.  
Bruno debió preguntarse el por qué de dejarla marchar: ella recogió su bolsito de geométrica excelencia y se abrochó su chaqueta ídem, sencillamente pasó, la cabeza entre la órbita alrededor del subidón de foco de sus ojos y la certidumbre de nunca más volver a verla, que no asistirá a ese momento de sanción mental, las abluciones cuando llegue a su casa mezcladas con el orgullo de martirologio ―«ese hijo de puta baboso»― derivado a una forma de triunfo que le haría tomar una decisión, u otra ―«que no existe»―, coreada en cualquier caso por alimañas antinvisibles como las esquirlas humanoides que se escurrieron por los vértices del pasillo en el preciso instante del portazo.
―Que no existe ―lo repitió el hombre, aferrado su codo hasta salir del restaurante en el que no le había permitido pagar la factura, y dudaba Bruno a qué podía referirse si no era al inevitable.. inmarcesible... en fin, al eufónico y ametrallador muñón de lo prohibido que caía ahora en modo asteroide sobre ―«vana redundancia»― el sobre azul con el que Todo Encajaba recién sentados los dos a la mesa sin apenas formalidades, más allá de la tenue presentación que estaba acabando por explotar en sus caras.
―Mi nombre es Abraham ―en el momento en que Bruno llenaba la primera copa de vino tras dos recios whiskeys con hielo en la barra, para sentarse a continuación a la mesa recitando a toda velocidad su monocordia.
―¿Por qué sois de tono azul? Porque no hay viento del Sur ¿Tocáis alguna tonada? Con una flauta encantada... ―lamentaba ahora. el Otro, el hombre, el Viejo Yonqui que no tendría por qué llamarse Abraham ni haberle tenido paralizado por horas ―«posiblemente, ¿cuántas?»― haciéndole bailar los recuerdos como un puñado de preescolares pintados con ceras y brillantina y gorros de papel maché en una fiesta de fin de curso organizado por un colegio de pago con ideas y patrocinios ridículos ―«Nicole, sí, mi pequeña, enfrascada en un berrinche monstruoso»― bajo una voz de gravedad impostada y bondad de neutrino a punto de colapsarse.
Ojalá hubiera pillado la broma a tiempo ― respondió y se vio zafándose de esa garra de alambre y empujándole hacia un callejón y ambos seguían riendo; Abraham le pisó los talones y le hizo caer, restregarse contra el empedrado para quedar bocarriba, él; arrodillándose sobre su esternón y apretándole la mejilla con una mano cariñosa de padre, hacía honor a su nombre, las bolsas de moco y alquitrán de sus pulmones aplastadas por un silencio que...
Bah, dejémoslo ya, dejémoslo: las fosas nasales abiertas, el bulto de la nuez eclosionando la garganta y Bruno ―«en plena posesión de mis facultades»― imaginándolo así, no de otra forma, ahora que la alfombra de pequeños seres avanzaban en un modo ultrasónico en un modo ultravioleta o en cualquiera de todos esos modos de espectros que nuestros ojos y oídos eligen ignorar para escapar, recientes y huraños, de ellos, de los guerreros de dentaduras totales perfectamente dibujadas desde los bosques de Azuria y con las que ya hacían claudicar, siglos antes que a él mismo, a las muy bastas legiones del Romano, que también creyó ganar.

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