miércoles, 27 de febrero de 2013

¡ABREVADERO!



a Joan Fontcuberta
Te encuentras ante un diorama tan enorme que, más allá de estas rocas de serrín y pegamento, son el fondo curvo, la iluminación rojiza y la mentira tridimensional lo que pesan hasta convertirse en lo que llamas sin saberlo Tiempo, y así se logra la ilusión de que les acompañas mientras Ellos, uno por uno, se acuclillan ante el primero de los caídos suyos.
Un boquete ennegrecido a la altura de su cuello que recorta un borbotón amarillento, parecido, dices, al polen derramado por las grumosas flores de los árboles  que ya saturan el aire de Madrid en este febril marzo. Tu padre te aprieta con suavidad la mano, no a la inversa, y pide que prestes atención a la voz femenina que renquea desde los altavoces. A una distancia de penumbra, tras la falsa fogata de bombillas y aluminio, un par de batidores observan este raro rito, incrustada en sus ceños de vidrio la misma sospecha que te embarga a ti, que tienes diez u once años, y todavía vives en la Muerte como en una idea negra, sin voracidad, que sólo te visita en los preliminares a llegar al sueño. No faltan los brillantes abalorios azules en los pechos de estos tres hombres convocados para prestar testimonio, un error de verosimilitud, según irías deduciendo luego, pues sólo los llevaban a la hora de la batalla, igual que sus pinturas, resecas y cuarteadas por el fulgor de un hipotético desierto. Por contra, esta es una escena triste y nocturna, entre casi bucólica y casi mistérica; aunque a la Historia, como educación, no podamos pedirle estas sutilezas de su tarea retroprospectiva: al visitante de la exposición, después de todo, nadie le escatima el grueso de las cifras, alojadas en recios carteles de metacrilato que lees vertiginoso, y de sus verdaderos protagonistas: Ellos, digo. Las pústulas de oxígeno del caído, palpitantes bajo un acertada combinación de barnices, diminutas perlas estrelladas por toda la terracota gris de los cuerpos, que en la actualidad de hace ciento y pico años debieron, efectivamente, de vibrar al tiempo que el polvillo abandonaba el cuerpo de su huésped en un flujo hacia el resto de sus compañeros que no tiene demasiada explicación en los textos que te rodean, todo lo más algunos párrafos atemorizados en informes presentados a las comisiones federales, transcripciones de los berridos orgullosos de algún indio Pima con la cara inflada a hostias y pedazos de oreja cortados por bayonetas estériles, pero que en los años de tu infancia se asumen, categóricamente, puesto que así lo impone la megafonía, como en participio de confirmación de que lo que a Ellos les unía desde su pozo de otra humanidad imposible, silenciosa, era una suerte de 'memoria química', hipótesis válida como, a la postre, sabemos hoy, sería cualquier otra, pero que la narradora da por buena con un entusiasmo de actor bien adoctrinado por alguna Universidad Mormona; después de todo, el visitante de la exposición pagaba casi 600 pesetas por salir con algo en claro. Pero reconozcamos que es difícil desentrañar los arribas y los abajos. Hasta donde recrean las palabras generosamente acumulados en los carteles de los pasillo, por ejemplo, las raras cabezas como caretas de carnaval amanecían clavadas sobre las empalizadas de madera rota y adobe y vidrio que rodeaban los pueblos supervivientes, porque así atraían a los batidores, que se la jugaban a sabiendas,  ofrecían sus cuerpos cubiertos de ceniza y llagas a los mercenarios que cobraban siete dólares por cabellera de nativo, como en sus viejos tiempos,  grandes pistolones de un sólo disparo, de los de antes de la Guerra Civil, dispuestos quizá los muchachotes a revivir la épica recreativa de El Álamo, no lo sé... Todo esto debió de aparecer en dioramas siguientes, pero hasta donde recuerdo, aquí está todo lo que podrán contarte sobre aquellas extrañas escaramuzas, a ti, que tienes diez u once años.

La metálica usura del mediodía chilla aún desde los óvalos negros de sus ojos, baja por los tres orificios de su rostro, el cuello sin faringe alargado como una de tus tibias y lleno de afilados pólipos,  para llegar a un único pulmón con forma de herradura que es quemado desde el puro dentro. Si bien tenemos aquí recogida una larga bibliografía de autores que sostiene que ese órgano, descubierto por un charcutero con querencias rubensenianas, por lo de la Lección de Anatomía digo, tras un accidentado linchamiento al Extranjero capturado por el que aquellos paletos pagarían con su propia vida sólo unas horas más tarde, no es en realidad lo que creemos que es. «Algo que respira con la piel y tiene a la vez un saco en la caja torácica es demasiado primitivo para venir de lejos», se quejarían algunos expertos, pero a los tres batidores supervivientes que acaban de traer a éste a la gruta que sirve de refugio a la patrulla poco les importa. Sueltan el cuerpo sobre la arena fresca de lo oscuro y se retiran unos pasos. La caída por un terraplén le ha tronchado las manos y una pierna, no hay otras heridas más allá del balazo, certero y sin esperanza, propinado por el último de los soldados, ahora un trofeo de sangre ensartado junto a otros nueve en un cordel anudado al cuello del más fiero de los mustangs que aguardan embozados entre los recios arbustos de la entrada, belicosamente ocultos de las mansos gusanos que remontan las nubes. Luego, sumarás a esto las historias que encontrarás en los armarios de la casa del pueblo, desde novelas de a duro hasta antologías promocionales de la Pepsi que tu abuelo servía en su bar, prologadas por Chicho Ibáñez Serrador o Jacinto Molina, alias David Mills, y que entraban a hablar de retorcidos túneles bajo la tierra por los que losEllos, a cada palabra más de su cosecha, se iban aproximando en un silencio sólo roto por los latigazos telepáticos sobre los batidores, que unas veces los interpretaban como llantos, otras como doloroso berrinches de loco, según la necesidad de temporada de los editores de aquellas revistitas que costaban aquí medio duro y que nuestra segunda mitad de siglo haría tan necesarias, pese a lo mal traducido, censurado, si queréis, de sus hojas quebradizas de papel rugoso que temblaban en los quiscos y en los andenes de las estaciones de autobús, para luego irse quedando apartadas, con el paso de los años, las películas, de la televisión, como la vergüenza de un pañal. Años más tarde tu tío las recordará todavía, incluso te mostrará los restos de una colección que alguna editorial recicló de su fondo  en los años noventa, atribuyéndola por entero a don Manuel Estefanía, pero que el pobre hombre abandonó a la quinta entrega porque en los volúmenes colaban cuentos de relleno fantasiosos y rústicos de G. H. White. Parecidos, te imaginas, a las aventuras de Juan Edgar, el Conquistador de Marte, transportado a ese planeta junto a el intrépido destacamento del III de North Carolina por un fogonazo ciego cuando, se supone, perseguían a uno de los primeros Anélidos que surcaron unos cielos estadounidenses que tan mordidos parecían por los colores mecánicos en las seis o siete portadas pulp que saludaban el tramo inicial de la exposición de esta mañana... Que, en definitiva, ignoro hasta qué punto los héroes reales de aquellos días, si los hubo, se aventuraron a la profundidad de las cavernas. ¿U ocurrió que el aire envenenado por los aspersores y las luces verdes les disuadió de ello, de ser carne de cañón, estadísticas, como diremos hoy, para los perezosos despachos de las capitales? Hubo un extraño río de sangre en aquellos cuatro años, esto es coloquial y puro, pero sólo porque jamás acertaron a ponerle un nombre; tampoco a los mexicanos, bonachones obesos, algo resentidos quizá con los cómics y las películas cuyos títulos alguien se ha molestado en anotar escrupulosamente y que nunca mencionan que sólo al Ejército de Porfirio Díaz se le ocurrió disponer una hilera de ametralladoras y alambradas para proteger, como un prepucio, los amplísimos vados del Río Grande; o Río Bravo, según el lado de la Frontera donde te cuenten la historia: mira en la mentira de los mapas.

Los filamentos se extendían y replegaban con una pereza eléctrica y veloz, irregular, girando sus latigazos bajo los efectos de alguna ley física que trascendía la mera inercia, casi invisibles desde aquellos cilindros negruzcos y sin brillo que llevaban entre las manos de cuatro dedos:cuadridáctilas (sic). Todavía nos quedan muchas de aquellas palabras que se desbocaron en un torrente mítico en el cambio de siglo. Revólver, Cowboy, Cenicientos, Pájaros del Trueno (Thunderbird)... Dicen que Marie Curie llegó a llorar cuando visitó los Valles al final de la década de los veinte y dicen también que Edison y su oscuro socio, Nick Tesla, recorrieron en mula los más escarpados riscos persiguiendo el Graal del Rayo de la Muerte ―aunque lo más seguro es que lo hicieran subalternos, porque los años borran los rostros de los auténticos pioneros más fácilmente que los de los monumentos, bla, bla, bla― para no dar más que con úlceras pastosas en la piel de los lugareños cabezotas y supervivientes. “Nunca dejaron su hogar” puede leerse todavía hoy en los panfletos de la Asociación Nacional del Rifle. Por los pasillos que rodeaban la instalación, fotografías de mujeres hinchadas, con los ojos comidos por glaucomas hirvientes, enfermedades desconocidas para la época que se sumaban al imbatible humor del cáncer. Y a la tierra negra y esponjosa como una alfombra infinita de posos del café sobre el valle seco y las montañas, la imagino horadada por los cascos de caballos aterrados de sus jinetes, ellos, que recortaban el óvalo de sus cráneos sobre una estrofa ladrada a ritmo de banjo, la velocidad enferma de los cuerpos ligeros, pobres animales espoleados por la locura y las llagas... Podrías echar en falta un poema de DH Lawrence en todo esto, si no tuvieras diez u once años, cuando los libros no terminaban de caer sobre tu cabeza como hachas de acróbata; pero este es un país de pumas disecados y sapos estériles enterrándose en espera de la lluvia, bendito rumor de carne escarbada que ellos persiguen con sus látigos imposibles, capaces de parar una bala en el aire, de trocear un destacamento de soldados mexicanos o a los chicos del sheriff Dogson cuyas cabezas un macabro retratista dispuso en una lona rodeada de plañideras, porque es todo lo que quedó de ellos tras la enésima trifulca. La Frontera es puro incendio, reza la portada de un periódico cuya burda traducción literal serviría de inspiración, informa una nota al pie del texto enmarcado, a uno de los más celebres poemas de Cernuda en Un río, un amor, los años veinte, nudo de una época en la que la épica del suicidio daba nombre de pájaro aún a las cosas, pensarás mucho más tarde golpeando con el cogote una pared de adobe cualquiera en un pueblo cualquiera a donde habrás ido a pernoctar con los amigos, te apartas unos metros para ir a mear y te sorprenderás mirando al cielo y las estrellas fuera de la ciudad que van a seguir igual de mustias y apocadas que viejas solteronas despojadas del fruto de su vientre. Pero esta historia tuya no les interesa a los jinetes que en la siguiente imagen, interpretación libre, te supones, de un artista neoyorquino y truculento, entran como las valquirias en las calles del pueblucho sin temer a los revólveres más de lo que tú mismo temerás que se te caiga la botella larga de cerveza que sostendrás sin saber muy bien cómo ha llegado en la mano, un día cualquiera en el que ya no tengas diez u once años, y con la que brindarás obsequioso y nítido con su recuerdo como sólo puede serlo un hombre por completo occidental, consciente de su Cenit y su Nada, ahora que te gustaría tantísimo que ninguno de ellos sonriera.  

Los Anélidos bajaban a ras de arena y roca para restregar sus entre ocho y nueve vientres, aunque se habla de ejemplares de hasta doce, todos gigantescos odres rellenos de un gas imposible y cubiertos de capas y más capas de un pellejo que recordaba a la seda, a veces también al papel de estraza, a plumas y que quedaba ahí, en jirones enganchados en arbustos y filosas piedras, para ser recogidos presurosamente por Ellos, sin hacer la menor criba. ¿De qué se alimentaban?, tienes que preguntarte como se preguntará todo el mundo ante la fotografía sepia que muestra el único, el inmenso segmento que se conserva en el Smithsonian de uno de los cuerpos caídos, el diámetro del hueso-hueso mayor que la suma de dos hombres y su materia dura como una trenza de granito y cuero, o lo que es lo mismo, incalculable. Nada sabemos, viene a decir el triste artículo de la Enciclopedia Larousse del año novecientos poco, retirado en las siguientes ediciones pero que los voluntariosos apuntaladores de estos fragmentos no pueden dejar de recuperar; te jactas, tú que has visto incluso un cráter del tamaño de Nueva Zelanda excavado en la pupila de un petirrojo servir como metáfora del Siglo XX, de acordarte de que la primera vez que leíste el nombre de T. Stearns Elliot fue en aquellas salas, que presidía una rara cita en anglocriollo y francés que tu padre no supo traducirte y que estaba atribuida a una edición temprana de The Waste Land, expurgada de la definitiva, seguramente, por el celo quijotesco de Pound: así de groseros y severos eran los que escriben y más todavía los que se creen que saben lo que escriben. Acceptelo anytodo//C'est la vie. El pobre Tom, el pobre Ezra tuvieron un bad day,  igual que Buñuel pidiendo fondos desde el exilio para ir a rodar a las bad lands, luego echándose atrás por las pesadillas protagonizadas por inmensas serpentinas antropófagas ―I will show you fear in a handful of dust―;  o tú mismo, mirando por encima de mi hombro estas palabras que no acabo de escribir y volviendo a preguntártelo, una vez más, ya en serio: ¿de qué nos alimentamos todos? Hay toda una novela muerta de malos juegos de palabras, de bad-badsque se acumulan sobre el procesador de textos y te hace pensar en aquellos grandes animales rebozándose en la tierra irradiada minuto tras minuto, hora tras hora, semana tras semana a lo largo de tres años exactos por la catatonia azul de Ellos, por sus rayos enviados desde el Centro de la Tierra o desde naves de invisibles hélices más gigantescas que los monstruos voladores a los que venían a abrir camino... Y hacia el final, la guerra acabó siendo amoratada y feliz, los telegramas de Washington apenas traqueteaban en los despachos del Gobernador, los carromatos cargados de metralla y nitroglicerina, los batallones de infantería, últimos en llegar, borrachos de sol y victoria fácil. Los pueblos se disolvían en una franja de sesenta millas, nunca se extendieron más allá de una región que recorrían columnas de hombres y mujeres abrasados por no sabían qué, el etcétera y etcétera de mutilados lo bastante idiotas como para hacerles frente a Ellos en disparatados duelos al sol y tiroteos grises. Hay quien jura que hasta llegó a vérserles cabalgar sobre los enloquecidos mustangs de los batidores haciendo ondular sus antifísicos látigos sobre las cabezas rematadas por el sombrero de ala negra de alguna de sus víctimas... Pero (sonoro) bluuuufff, menuda estampa: va, descartémosla, aligeremos la carga de despropósitos en estas páginas, centrémonos en esta hermenéutica voraz de lo que recuerdas haber visto entonces, ahora, cuando tienes no más de diez u once años y te haces uno con el cúmulo inservible de lo que resulta, sobre todo, verosímil.

Es tu padre el que te aclara por primera vez quiénes son algunos de los mencionados, mientras subís las escaleras aún cogidos de la mano, él con una sonrisa erecta que no sabes descifrar aunque no importa, sabes, porque el nudo en el estómago te impide pensar con claridad, esa sensación de cómo si te hubiera picado un escorpión de azúcar en el vientre, ese gozoso escalofrío de imaginarte a las Grandes Aeronaves Misteriosas (GAM) agitar sus hélices de Sur a Norte iluminando con una luz fucsia los lejanos caminos de polvo, combatiendo en igualdad de condiciones con tormentas capaces de sepultar una ciudad del tamaño de la antigua Chatterton o de la actual Torrejón de Ardoz ―sí, donde la Base Americana―, en una sola noche, pero es que simún nunca tuvo el no-aullido, el subsilencio que portaban Ellos, atareados en puntos de Luz Grata, según los folletos de New Age que se enrocan en el tramo final de los pasillos para recordarte que debes siempre santiguarte, como si el gesto fuera el fruto de una ecuación universal y arbitrariamente inexceptuable a la que estamos obligados en presencia de lo fulminantemente ajeno, También ese permiso para llover que esperaba la ceniza derrotada al paso de las flotas que, de todos modos, algún tarado hay siempre que se emplea a fondo para erigir en una mancha empírica y, si hay suerte, detectarlas... Así que se establecen relaciones entre los fenómenos, amplias sospechas, llegan a hablar incluso de enviar alguna forma tosca de aerostáticos acorazados para hacerles frente, pero el artículo de fondo seguía siendo la hosquedad de los cablegramas que desde la Capital surcan un espacio conquistado a golpe de machete, tirabuzón y colt para dejar a su suerte , o eso denunciarán los estudiosos del asunto, a los mejores hombres de la Tierra bajo el Sol. Subsiste así la épica del marasmo y del tubo fluorescente que se empeña en borbotear un blanco-migraña de metal y anuncios de Porcelanosa pegados sobre el muro de hormigón vivo tras las puertas de cristal de la sala que acabáis de abandonar, como si fuera una prolongación de la sutura de antes en la línea y el óvalo perpetuo del rostro de Isabel Preysler, pese al tiempo trascurrido con vigor de taquicardia, mordiera todavía los tentáculos de gres de las baldosas sobre las que deposita su sonrisa que vale tanto, al cambio actual, como un fardo de lana de gusano volador. Y os asalta una fresca demonología de flores de almendro, o eso te recuerda a ti, que tienes diez u once años y, por tanto, acabas de descubrir palabras como 'demonología', el manto de rosa y blanco derramándose sobre la Plaza de Colón cerca ya de la hora de comer y de ir a buscar el coche, el Passat que aguantará lo que le echen pero que no tiene un motor de cuarzo radiactivo o de agua fósil, como fantaseaban los hombres de ciencia al ver aquellas moles artificiales, su verídica modorra flotar en silencio sobre los cielos de las ciudades enrojecidas por el hambre, custodiados por manadas de mansos gusanos, arrastrándoles a Ellos a la lenta peregrinación  de los pastores, o lo que tú imaginas, intuyes como tal, en un último tiro de gracia de la exposición, la primitivísima filmación hosca y burbujeante por la gelatina y las sales de plata señalando un horizonte de sucesos y revelándote, de alguna forma, dónde está todo el mundo y la intención de lo que encaja tan maravillosamente en la cartulina que os entregó al ir a salir una sonrisa con uniforme y maquillaje turbulento, y que en el conjunto al que me asomo para darte gusto y algo de lealtad, pequeño, va a quedar tan lúcida como si fuera una postdata.

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