martes, 29 de enero de 2013

TEMÁTICA DEL AFTA

Por ejemplo: «Penes de murciélagos momificados por el sol espléndido de agosto». En tu lugar. No hidrocortisona hemisuccionato. En lugar de enjuagues de bicarbonato. Manzanilla. Cosas que yo hubiera puesto en la etiqueta de encontrarme en tu lugar. El polietilenglicol 4000 como excipiente. Nº Registro E.N. 32.687. Por ejemplo: «Pezones de ratona albina rescatados del tracto digestivo de la minúscula anaconda de la tienda de animales». Acordándose de cuando había sol. Esa mujer que conocía compañera de trabajo gastó el último cartucho de nuestra impresora en sacar tres copias de doscientos veintisiete folios con recetas de primeros auxilios. Quemaduras. Heridas de bala. Taponamiento de zurcido de venas y arterias más vulnerables a una lesión en este contexto de pánico. Otro se forró su casco de motorista con papel Albal que rescató de la cafetería. El papel Albal y quince fajos de pajitas para poder seguir alimentándose. Pensaba taladrarle un pequeño orificio a la visera. Creo que era fibra de carbono. «No te volveremos a ver jamás la cara», dijo con toda la triste neutralidad del mundo la mujer de la impresora que tenía ya remedio para cualquier cosa. «Si nos irradian, no querrás volver a verla».
Callados los demás. Lo cierto es que he asistido a peores frases para poner fin a una declaración de amor. «Nueve partes de agua por una de sesos de salamanquesa acribillada a tirachinazos en el patio de la abuela». El proceso medio de una afta dolorosa es de hasta diez días para su remisión y tres semanas para la cicatrización completa. No es contagiosa. Suelen reaparecer. Lo leí en los papeles de la mujer. Una nota de apenas cinco líneas. No son cancerígenas. No son un balazo ni un tajo en la femoral o aorta. No son un martillo de orejas encajado en el espacio que rotula el plástico transparente de un casco de motorista. Esto ocurrió a la tarde. Cuando había sol. Cuando esperábamos aún las instrucciones de la Policía para una evacuación ordenada y la televisión nos ofreció en directo la imagen del líder del principal partido de la oposición obteniendo, nadie sabe cómo, la automática reglamentaria que suponemos de uno de sus guardaespaldas y colocándosela bajo el mentón. Un gesto calculado y ágil a las puertas de La Moncloa. Temblaban las cámaras. El gabinete de crisis acababa de darle la noticia que todos nos podríamos en consecuencia imaginar. El motorista aún sostenía el pequeño taladro. Acuclillado. No nos había abandonado pese a que seguía adelante con su plan. Sin atreverse a pulsar el gatillo eléctrico. Sin retirar tampoco el dedo. Alguien dijo: «no tiene sentido». Alguien  añadió: «es un político». Alguien empezó a verbalizar el miedo: «si él ha hecho esto entonces es que todos los que están en la reunión...», pero no llegó a más porque la broca del pequeño taladro se le hincó en la coronilla haciéndole  poner los ojos en blanco con la mandíbula inferior desencajada. Aunque al principio gritó. El motorista resolvió este fleco apretando con más fuerza el brazo que le sostenía la cabeza y aplicando mayor peso corporal a la incisión. Esto es como pude verlo. A escaso metro y medio de mí. A nadie le dio tiempo ni de pensar en mover un músculo antes de que hubiera terminado. Luego sí. Le derribamos. Nos derribó. Vimos que se había bajado la bragueta y que su pene emergía en una erección irreprochable. La mujer de las recetas chilló. Siguió chillando cuando vio que la mano del motorista aferró una coleta que no era la suya y tiraba de una cabeza que no era la suya en dirección a la entrepierna homicida. Lo único que obtuvo ahí fue un feroz codazo. Yo cogí el martillo. Golpeé de canto. Mientras se encorvaba y dejaba exhalar un bramido amortiguado por el casco. Nada. Sólo trastabilló un poco más. La chica que seguía en el suelo terminó de hacerle caer con un topetazo en las corvas. Quedó tendido bocarriba. No veíamos sus ojos. Los doscientos veintisiete folios dicen: «Una de las causas atribuibles a la aparición de aftas dolorosas en la boca es la tensión emocional (sic)». Por ejemplo. Levanté el martillo. Amenazador. Sólo amenazador. Para que ni se le ocurriera volver a incorporarse. Pero él ya no gritaba y yo lo supe. Lo vi claro. Tan claro que practicamente dejé que mi único arma se me deslizara de la mano hacia las de la mujer que ya tenía casi todos los remedios y que obró a partir de ahí.

Yo miro el prospecto y pienso en ti. «Extracto tratado convenientemente y con los emulgentes adecuados del engrudo de una compresa recién usada que queda atorada en un retrete público.» Es todo lo que se me ocurre. Es todo mi humor. Me imagino el tuyo rebuscando entre los nombres propuestos por los Laboratorios Servall. «Aplicación tópica bucal». MANTÉNGASE FUERA DEL ALCANCE Y DE LA VISTA DE LOS NIÑOS. Todas las estanterías rotas. Daños y perjuicios. El almacén de la farmacia tenía una especie de brazo robótico que seleccionaba los medicamentos según órdenes previsiblemente infalibles. Con el saqueo desalojaron el cacharro de sus raíles. Lo dejaron atravesado en el estrecho pasillo. Tuve que apartarlo y me sajé las palmas de las manos. La mujer y yo habíamos llegado tarde. Todas las variedades de calmantes se habían volatilizado. Los desinfectantes y la gasas: tuve que limpiarme la sangre con una bata perdida en la refriega, oculta debajo un cajón volcado. «Perdimos demasiado tiempo esperando a la policía», repitió. Empezó a decir que nos largáramos en cuanto las interferencias de los móviles se extendieron a la televisión y la radio. Internet y los supletorios de toda la oficina.  En cuanto el caos que nos alcanzaba desde las ventanas de la calle empezó a enmudecer también. Los sonidos de bocinazos, sirenas, escaparates reventados. Sin voces. Sin insultos a gritos. En cuanto el motorista empezó a oler. El tipo al que le había taladrado el cráneo miraba, aún boquiabierto, su cadáver. No sangraba. No se le veía más que un agujero negro al que nadie quería asomarse. No comía. La mujer de los papeles dijo que no podíamos hacer nada por él. Al final, tuvimos que dejarle ahí, en su velatorio. Nos fuimos juntos. Los seis que quedábamos. Tres días después de que empezara todo. Con el cuerpo del motorista oliendo desde el  despacho al que le habíamos trasladado. Fue la única vez en todo el tiempo en la que el del agujero se movió. Para seguirle. La mujer meneó la cabeza. Nadie tenía ni idea de qué se le había descompuesto en el cerebro. Habíamos visto las primeras humaredas en las Nacionales a Sevilla y Barcelona, surtidas por las cámaras de la Dirección General de Tráfico. Ocurría al azar. Como la lluvia. Coches sin control que se salían de la calzada y se estrellaban contra otros vehículos acumulados en los arcenes o contra las masas metálicas que habían empezado a cubrir las medianas de la manera en que lo hace una mantita con la carita de un bebé de un año. MANTÉNGASE FUERA DEL ALCANCE... Acto seguido, tras matar al motorista la mujer que todo lo sabía me abrazó. Lloraba. Hipidos y gimoteos inaudibles. De difícil diagnóstico, si bien el fajo de doscientos veintisiete folios nos ofrecía multitud de opciones desde la infinita selva que las distintas escuelas psicológicas han desbrozado a cuenta del estrés traumático. Alguien vomito, lo cual me pareció una de las estrategias más inteligentes que adoptar en nuestra situación. «REACCIONES ADVERSAS: No son de esperar en las condiciones de uso establecidas.» Se nos hacía raro que nadie entrara en nuestro edificio. Que nadie subiera, no sé, por las escaleras... «No tenemos nada que pueda interesarles», dijo la mujer y la otra, la de las coletas se abrazó con fuerza a sus propias rodillas. «Lo único que quieren es largarse y nosotros también tendremos que hacerlo», insistía. La de la coleta le dijo que se callara. Le chistó. Yo le puse la mano en el hombro y ella la dejó quedarse ahí.  Abrazada. No votamos, pero decidimos esperar un poco más. A que llegara ayuda. Tenía que llegar. Para entonces ya habíamos recibido, definitivo, el SMS con el que los principales operadoras españolas premiaban la fidelidad de sus usuarios. El mismo para todas. Que, por favor, que no saliéramos a la calle. Que, por favor, que vigiláramos los cielos. Arranqué una lata de refresco de la máquina del pasillo y me arrellané contra una mesa. La mujer de la impresora se acurrucó a mi lado y no me vi capaz de rechazarla. Esa misma noche me confesó que si se había echado a llorar de aquella forma sobre todo fue por miedo a que la matáramos también a ella.

«Prepucio de perro en salmuera servido sobre una fina base de harina recocida y cabello de muchacha que se encuentre en los tres últimos días de menstruo y mantenga intacto el himen.» O: «Salsa de azafrán cuajada en transparente gelatina hecha a base de ojos y tendones de los córvidos derribados por nuestras infantiles escopetas de aire comprimido.» O: «Agua estancada en un tocón de árbol sobre el que la luna ha brillado sin interrupción por siete horas y que recogemos con un pañuelo de papel pegado de virutas de madera de sándalo.» Las dos manchas blanquecinas extendidas por mi labio inferior y el frenillo de debajo de la lengua. Brotaron, las noté al menos, la segunda noche. No sé si tú te asomaste a la ventana aquella noche, desde tu estudio o tu oficina. Oímos algo que sonaba como un helicóptero, pero con la vibración acelerada y, al tiempo, bajo un completo rapto distonal. Pasó de largo en su rasante. Alguien empezó a hablar de sus hijos. La mayoría de los que elegían ese horario de jornada intensiva, el de abrir a las ocho de la mañana, no lo hacía por sus niños. Al menos los que estábamos ahí, que no éramos todos. La mayoría oiría las primeras noticias en la radio del coche o en los televisores del metro y habrían dado media vuelta. O les obligaron a darla. Una llamada nerviosa de sus mujeres, sus maridos, sus familias, sus amigos. El conductor del autobús. El Ministerio de Fomento. Instinto, dicen. Quien hablaba de sus hijos tenía dos y al llegar le había visto dar gracias con estrepitosos aspavientos por escaparse del atasco que se estaba montando ahí fuera. «Puta nieve. La que va a caer.» Aunque jamás supiéramos si era la nieve. Eso daba igual. Ahora decía que ojalá su mujer hubiera llegado a tiempo al colegio y a la guardería: no le había vuelto a coger el teléfono. Ya no estoy seguro. El tiempo burla cualquier orden de los acontecimientos. Pero creo recordar que el motorista no se había puesto el casco todavía y escuchaba asintiendo en silencio, con la cabeza de la mujer de los doscientos veintisiete folios recostada en su muslo. Tampoco puedo descartar que no estuviera él mismo hablando. La de la coleta estaba justo frente a mí, embadurnada por la penumbra que nos concedían las farolas. Su bulto temblaba. Era la más reciente incorporación. La novata. La única a la que no necesitaré borrarle el rostro porque nunca lo conservé. «Sólo llevo una semana en este trabajo», la escuché boquear. Como si fuera un atenuante. Me pregunto si también es para ti el que pergeñes nombres como Oralsone o Aftaspray en tus prospectos. Afuera, los gritos y los frenazos de los coches que trataban de escapar como alimañas frenéticas, no sé, un hurón o zarigüeya de una tonelada de miedo. En las antípodas de sus grandes eslóganes, sus grandes anuncios, sus grandes válvulas. Miedo. Miedo. Miedo. Acabas por olvidarte de la misma palabra y te da por tararearla como una vieja —tanto soy en esto como tú, por lo menos— mientras paseas por un callejón en el que nadie puede oírte. «¿Cuántos creéis que quedan en los otros edificios?» La de la coleta tenía ganas de hablar aún. Aún no había tratado el motorista de restregarle el glande contra la boca impertérrita de carmín. La mujer que iba y venía de la impresora le dirigía miradas de vaga hostilidad desde el fondo de sus gafas de pasta. Más adelante, me contó que en aquellos paseos a veces el motorista la arrinconaba en una de las columnas falsas de los pasillos. Ofrecían un excelente punto ciego. Yo no preguntaba nada. Seguía dándole vueltas al miedo. Al dolor debajo de la lengua y justo delante de los dientes. Dando con la encía. Alguien propuso explorar de nuevo el edificio. Alguien preguntó para qué. Ya habíamos acabado en la cafetería. No necesitábamos más. Por ahora. La última vez que se propuso, la de la coleta, ahora con la cara encendida de rabia y rímel sin retocar, con un morado en el pómulo porque el motorista, en el forcejeo, le había propinado un rodillazo, sin chaqueta ya y esgrimiendo unos antebrazos sorprendentemente musculosos, ávidos de movimiento, y la nariz permanentemente arrugada por el olor que provenía ya no del motorista, sino del boquete en el cráneo del tipo de una sola cara y un solo gesto y del que no nos sabríamos tal vez librar, nos espetó que no era miedo —miedo, iedo edo— sino la repugnancia de pensar que si nos separábamos y caía algo más de arriba, habría quien se salvaría y NO sería ella.    

Celebro el ácido hialurónico. El elevado peso molecular de su sal sódica y su imperio sobre los cartílagos y la epidermis. Tiroteo. Aplícome la boquilla del difusor en los dos blancos guiños que han colonizado la mucosa bucal. «He arrancado la cabeza de un gato ahorcado en su intrínguli desoxirribonulico y la he envuelto en un pañuelo rojo y la he pisoteado sin descanso por espacio de las tres horas previas al alba y luego he obtenido una suerte de gel con grumos de diente y pituitarias y lo he ingerido encomendándome a Baphomet sin más remilgos.» Hubiera dado exactamente igual porque la mujer que rebuscaba en el ordenador de la farmacia ya me había sentenciado. «No esperes que se te quiten de golpe.» Manejaba información. «Una media de diez días.» No deja de llamarme la atención sobre el detalle de que esto y las cremas para el acné es lo único que los estuvieron antes de nosotros nos dejaron. Nosotros. No se me ocurre por qué me dejó entretenerme en buscar remedios para mis llagas. Por qué ella se me sumó, tampoco. Habíamos llegado a Torrejón de Ardoz bajando por los polígonos industriales. Los amasijos de hierros. Los amasijos de huecos. Al aire libre, bajo ese aire algo viciado de humo, de rápido óxido, empecé a percibir el tiempo en una rotación diferente a la del edificio. La mujer llevaba todavía un reloj de pulsera, pero el suyo también se había parado. Supongo que ni se había dado cuenta de que llevábamos tres días o cuatro o dos días sin preguntarnos ni la hora. La buena educación había sido la primera en caer. La falsa cordialidad, hubiera dicho ella, que me agarró la mano en la dirección contraria a los otros cuatro cuando nos alejamos del edificio y el cielo, Dios, se nos ocurrió mirar al cielo. Avanzamos y avanzamos hasta que la carretera se enrocó con la avenida principal que atravesaba todo el pueblo. Ninguno de los dos éramos de allí. Sólo lo conocíamos de la ventanilla del autobús o el coche, o la estación de tren y luego otro autobús urbano: por todos lados aquellos vehículos como tristes megaterios abatidos por los cromañones. Todavía no me soltaba la mano. Creo que por eso me llegué hasta los primeros bloques del centro. El Sol me picaba en la mejilla y el corazón me latía en las fronteras de la taquicardia después de la carrera. La modorra de las últimas horas se había esfumado por completo y pensé en la de la coleta, levantando los brazos en un alarido amarillento. Blanquecino. «Parecido a a las ardientes areolas que me he conjurado.» El cielo. No fue hasta después de la farmacia que me pregunté qué habría tras las ventanas enladrilladas de los bloques. De las tiendas que no habían tenido tiempo de abrir y cuyos cierres herméticos habían reventado de pánico. Lo digo así porque parecía una culpa enteramente suya. De la tercera Persona del Verbo. La mujer que ahora llevaba además una bolsa de plástico y se aplastaba contra el pecho una de las dos copias supervivientes de los doscientos veintisiete folios —yo llevaba la otra— me señalo la cancela entreabierta del jardín que daba a un bulto de granito de tres plantas y tejado a un agua. La bandera de España ondeaba fofa, con los amarres sueltos. Me giré hacia la mujer. «Sólo he leído los carteles de las calles», sonreía. Una milésima de segundo —¿quién puede calcular una milésima de segundo?— y nuevos gritos. Cuerpos, pasos, aspavientos. Gritos. Todavía tarde —¿cuándo no hay relojes?—, todavía retenido yo por el abrazo de la mujer, la sangre, por fin sangre, sangre abierta y viva, resbalándose contra mi pecho, inabarcable y tan preciso como una bendición de Baphomet, tú sabes.

Me preguntaron si creía en esas cosas. «Lo hace más fácil.» Yo estaba apuntando a un zapato que alguien había colocado sobre un banco de hierro del pequeño jardín y trataba de coordinar la respiración y el gatillo para evitar que el retroceso me sobresalta y la jugada se saldase con una ráfaga de munición desperdiciada y una clavícula magullada. No respondí y siguieron hablando. El autor de los disparos sería castigado cuando todo acabara. Debía tener la seguridad de que no había sido ninguno de los soldados. Ninguno de los policías. Debía confiar. No se podía prescindir de nadie, dadas las evidentes circunstancias. Sonó como si alguien hubiera explotado un globo junto a mi cara. Para todo el mundo tiene que sonar distinto, lo habrás visto en las películas. Igual que yo. «Usted ha visto a qué nos enfrentamos.» Hasta ahora habían reclutado a quince 'milicianos' —y digo ahora porque el tiempo había dejado de ser una nostalgia porque, ya que no funcionaban los relojes, ellos le habían atado las horas al Sol; las horas les pertenecían— sin contar a los agentes de policía y de la guardia civil que se les habían unido a lo largo de su marcha desde Alcalá de Henares. Al principio en una columna de camiones, después a pie y precipitándose como una manada de gacelas entre las rutas periféricas. Diezmados. «Quedarse bajo techo no sirve de nada. Pero al menos nos hubiéramos ahorrado el colapso de las carreteras.» A dos voces. «Ustedes son de los pocos que han mantenido la cordura y les estamos agradecidos por ello.» «No hay modo de estar seguros, pero no hemos registrado más ataques en las últimas diez horas.» «Tal vez lo que quieran es que nos reagrupemos para volver a empezar. Un blanco más grande.» «Si quisieran blancos grandes no usarían rayos con un radio de impacto de tres metros.» «Rayos que caían con la velocidad y la insistencia de una máquina de tricotar, recuerdo.»  Tres o cuatro o cinco voces. Las que fueran. Yo las junté todas. Yo y las pequeñas bocas blancas multiplicadas en su ardor mientras masticaba una galleta grade y salada. No eran exactamente las palabras, pero se las escuchaba y empecé a pensar en un spray. En un gel frío y preciso. Como, pensé, una nieve que no es nieve. «¿Y si utilizaron marcadores? Repartidos al azar, como las minas antipersona. Todo empezó con la ventisca. Lo dejan caer a las nubes y cada vez que una persona, un vehículo o un edificio emite alguna forma de señal determinada que ellos puedan detectar...» Esta fue la voz que más aplaudieron. La que los excipientes con base en sacarosa y lactosa no podrán jamás amordazar. Miré al cielo. Al bello granito. Les pedí un bolígrafo y ellos me dieron  todos los que hubiera querido. Ahora tú y yo éramos homólogos, los hijos preteridos de los Laboratorios Servalls. Decíamos de nombres. «¿A qué te dedicabas antes de esto?» «¿Antes de ayer?» No esperaban nada en las ciudades. La vida estaba en las carreteras. En la A2. En sus arcenes. En los conductores supervivientes atrapados entre coches vacíos. Entre coches heridos. Hubiera preguntado el por qué no había ninguna mujer con nuestro equipo, pero la respuesta se me brindó sola. Abrochada a su elipsis. «Había.» El dolor me abrasaba cada bocado y ellos tenían un gran macuto en el círculo que componían sus cejas lineales como mesetas antárticas. Alejado del nuestro. Una inenarrable acumulación de prospectos y cajas. «¿Te diviertes con esto?» «He leído muchos libros que avisaban...» «Seguro. Si te lo crees es más fácil.» «¿Os habéis fijado que no hay brazos ni piernas?» A éste le exigieron que se explicara mejor. Titubeó. Le insistieron, un par de soldados se pusieron de pie. ¿A dónde quería llegar? «Sólo quiero decir que no han pillado a nadie a medio camino. Sin cadáver. Es por completo.» Ahí fue. Cuando alcé la vista. «Vigilad los cielos.» Quise ponerme a describir lo que veía suceder en el lapso en el que sucedía —exactamente el lapso ahora que el tiempo lo habían reconquistado ellos para mí— y sucedieron los vociferios, las carreras, los bultos a mi lado, sacudiéndome, conminándome a base de empujones y topetazos a coger mi arma, a respirar con el gatillo ahora que las Nubes comenzaban su total descenso.

Mientras corríamos o creíamos correr entre las callejones de la zona más vieja o castigada de Torrejón, esquivando los tentáculos que emanaba el inmenso sargazo beige suspendido a veinte metros del suelo y sin poder remediar que se escapara algún tiro contra las sombras trazadas en tapias y fachadas de bares, yo reía el fracaso del alivio sintomático de las aftas bucales. Recurrencia. Te reía a ti y a tu jefe el señor Servalls, cuyo laboratorio estaba especializado en tratamientos específicos para lo que viene siendo la ulceración de mucosas y encías que se erigía en constante de mi rutina sufriente hasta hace apenas unas horas. Días. Semanas. «Porque —alguien— ¿cuánto llevaban esperando?» «¿Observando?» «¿Calculando su movimiento inicial?» Y alguien: «No os confundáis.» «Somos carne de cañón.» «Nos han soltado para distraerles.» Sopesé la contundencia de la culata de mi arma. «Por completo prescindibles.» Llegó el momento en el que pensé hacerlo. Incrustársela en la nuca al tipo que había disparado a la mujer, que me había embadurnado de sus sangre y su saliva y sus pestañas en una eclosión de demasiado calibre que le voló, lo primero de todo, la cara. Era lo que se me ocurría. No me dijeron quién era. No le vi. Así que podía ser cualquiera de los que me acompañaban. El mismo que se parapetaba junto a mí bajo el cartel sin neones de una heladería de franquicia con una marca que no les llegaba ni a las suelas a las que tú perpetras. Baphomet. Va en serio, lo del halago y lo de que se lo hubiera hecho a todos. Saludaron mi ropa cubierta de churretes negros, supurando con ganas bajo la ducha frugal que me ofrecieron ellos, y se corrieron como tibias becerras para hacerme un hueco mudo. Al menos los milicianos sí saludaban con la mirada. «¿Su esposa? ¿Familia?» Fui meneando la cabeza hasta que ellos llegaron a la categoría «Trabajo.» Parecieron tan aliviados, tan grave, sesuda y cortesmente aliviados que ni les di un nombre. Alguien me toqueteó las manos, los brazos y los ojos. Yo le abrí la boca, pero entonces se encogió de hombros y se apartó: a continuación me dieron el arma. Al menos los milicianos tenían ojos. Un poco saltones, como descorchados de las órbitas el que tenía a mis pies. El hueso le había sonado a astilla, no se movía más que con moderados espasmos, justo como pronosticaban los doscientos veintisiete folios que todavía llevaba conmigo. Permanecí inmóvil, tratando de recuperar el pulso por el esfuerzo de volcar todo mi peso en un golpe único, total, del que valdría la pena regodearme, si acaso. Como el motorista. Ya no pensaba. Y como ya no pensaba, uno de los zarcillos me encontró: lánguido como un vapor sólido, un aliento cosido a un trapo, qué sé yo... Rápido, eso sí, rápido como un latigazo y sin perder la consistencia palpó la pantorrilla temblorosa del miliciano, palpó mi mejilla, me palpó a . El fusil no servía de nada, pero no lo solté: no se trataba de un desafío sino de imprimirle coherencia al final. Cerré los ojos y ni siquiera supe cuándo se retiró, ni cómo —¿cansancio, desinterés, una breve  revolución científica al contraataque?—. Eché a andar por la calles hasta llegar a a una avenida con bancos. A lo lejos sonaban los últimos disparos estériles de la escaramuza. Me abrí la camisa y saqué el fajo de folios que me servía de peto y comprobé que tenía el otro lado en blanco y tenía los bolígrafos también, tenía al Sol arrastrándose abajo y aún lejos de la posición en la que tal vez ellos regresaran a la retaguardia o los milicianos que no se estuvieran matando entre ellos me recogieran y, para culminar —dar gracias— tenía dos lentas y blancas babosas de ácido comiéndome los dientes, tarareando aquella sintonía pegadiza que me hubiera encantado poder dedicarte.                    


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